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Actualizado: 10 de julio de 2025


En el momento en que ella salía, entró en el comedor Celestina y se acercó a tan quedito que casi me dio un susto al exclamar: Estoy segura de que la señora acaba de hacer un sermón sobre las solteras, para el uso de la señorita. No, Celestina respondí maquinalmente; la abuela me hablaba de amor. ¡De amor, a una joven como usted!... Nuestra pobre señora pierde la cabeza...

Al ver á un mendigo, á un criminal, á un traidor, á un leproso, no puedo menos de exclamar: á ese hombre le ama su madre, le ama su esposa, le ama su hijo; y en aquel hombre miserable, en aquella criatura abyecta, en aquel andrajo de la vida, si así puede decirse, encuentro algo digno de respetarse.

Y no era flojo su asombro al saber que yo, ahito de conversación, pensaba en hacer un viaje de centenares de leguas sólo por darme el gusto de conversar. Nadie podía explicarse un capricho semejante; sólo me comprendían los franceses. Estos solían exclamar: ¡Qué dicha! ¡qué placer! Y sucedía a veces que alguno de ellos se venía conmigo.

Siguió haciendo guiños a la copa que tenía delante y, después de apurarla muy reposadamente y chasquear tres o cuatro veces la lengua, dijo: Despacio, despacio, Fray Diego; usted no sabe todavía lo que son los papas. ¡Viva el papa soberano de todos los reyes de la tierra! volvió a exclamar el cura, dando otro puñetazo más fuerte. Cuidado, Fray Diego, que los papas han sido siempre muy ambiciosos.

Soy únicamente una pobre mujer: ¡nada de ángel! Además, muy mala; tengo mis remordimientos, como todos. ¡Usted, lady!... volvió á exclamar el príncipe con un gesto de incredulidad. Y ella, para que el otro no dudase, se apresuró á contar el gran pecado de su existencia.

En el umbral pudo exclamar al cabo: ¡Si levantase la cabeza tal día como hoy tu madre que en gloria esté!

Ricardo dio vuelta la cabeza y se puso a mirar hacia adelante, mientras Hipólito preguntaba: ¿Vamos?... ¡Vamos!... ¡Jiú!... ¡jiú!... El sol al frente de los viajeros hizo exclamar a Ricardo: Empieza a hacerse sentir el calor. ¿Quieres cambiar de asiento? le dijo Melchor. Aquí, Hipólito, ataja algo; te di ese lugar para que fueras viendo con más comodidad. No, si es lo mismo.

Los codos de los unos, por secreto y fatal impulso, iban derechos a los ojos de los otros. El sujeto pasivo de tales caricias llevaba inmediatamente la mano al lugar del contacto, y solía exclamar ásperamente: «¡Bárbaro! ¡Ya podía usted...!» Pero un enérgico chiis chiis de la muchedumbre le obligaba a matar en flor su discurso. Y volvía a imperar el silencio.

Hice el camino de regreso en una carretela descubierta, teniendo a mi lado a la princesa Flavia, lo cual hizo exclamar a un palurdo: ¿Cuándo es la boda? La pregunta le valió una puñada por parte de otro espectador, que gritó: «¡Viva el duque Miguel!» y la Princesa volvió a ruborizarse, más hermosa que nunca.

De modo que si don Álvaro podía decir con razón: ¡Pobre Ana, que no sabe nada de esto! también Petra podía exclamar: ¡Pobre don Álvaro, que no sabe ni la cuarta parte de lo que tanto le importa! El presidente del Casino de Vetusta no tuvo inconveniente en engañar a la Regenta. La cuestión era entrar todas las noches en la habitación de la Regenta por el balcón.

Palabra del Dia

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