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Actualizado: 15 de mayo de 2025
«¿A que no me aciertan ustedes en dónde estoy? dijo el pobre demente . Me he caído del Cielo sobre un tejado. ¿Qué hace mi mujer ahí que no viene en mi socorro?». Pues sí señor, ¡bonita noche! repetía doña Lupe, echando un suspiro por cada palabra. Intentaron acostarle. Pero no fue posible. Se les escapaba de las manos, con viveza de niño, que a veces parecía agilidad de mono.
Pero el hilo de brillantes palabras se le escapaba otra vez, y obligado á improvisar, terminó solemnemente: ¡Adelante, señores! El honor... es el honor; y las leyes de los caballeros... son las leyes de los caballeros. Sonó á sus espaldas un murmullo de aprobación. Era la voz del antiguo revendedor de billetes de teatro. «¡Bravo! ¡Muy bien!» Pero no quiso enterarse.
Las alquerías estaban cerradas, con sus blancos cubos manchados por los raudales de lluvia, sin más vida que el hilo de humo azul que se escapaba de los agujeros de las chimeneas.
Luis se fijó en aquellos labios adorables, que se fruncían para ajustarse al cuello de la botella. Bebía con dificultad. Una gota se escapaba resbalando lentamente por la barbilla redonda y graciosa. Rodaba con pereza, enredándose en la imperceptible película de la epidermis.
Su labor y dechado consistía en camisitas microscópicas, baberos no mayores, pañales festoneados pulcramente. En faena tan secreta y dulce íbanse sin sentir las tardes; y alguna que otra vez la aguja se escapaba de los ágiles dedos, y el silencio, el retiro, la serenidad del cielo, el murmurio blando de los magros arbolillos, inducían a la laboriosa costurera a algún contemplativo arrobo.
Podía, á Dios gracias, recibir sin hipocresía las demostraciones de su trivial benevolencia y poner con tranquilidad mi mano entre las suyas; pero si su nula personalidad escapaba á mi odio, sentía con una angustia profunda, desgarradora, hasta qué punto aquel hombre era indigno de la encantadora criatura que poseería muy luego, y á quién jamás comprendería.
Sobre el rojo de las butacas destacábanse en el patio las cabezas descubiertas o las torres de lazos, flores y tules, inmóviles, sin que las aproximara el cuchicheo ni el fastidio; en los palcos silencio absoluto; nada de tertulias y conversaciones a media voz; arriba, en el infierno de la filarmonía rabiosa, llamado irónicamente paraíso, el entusiasmo se escapaba prolongado y ruidoso, como un inmenso suspiro de satisfacción, cada vez que sonaba la voz de la tiple, dulce, poderosa y robusta. ¡Qué noche!
No se sabía si era cristiano, o judío, o moro; pero él escapaba tan bien que mal de sus empeños con la Inquisición y con la justicia, y continuaba rasurando y trasquilando, rasgueando y cantando, haciendo de sus bebedizos y de su brujería industria, y estimado y querido de la vecindad y allende.
El cocinero, al contemplarle amorosamente con sus ojos enfermos, creía haber dado un salto atrás de docenas de años y hallarse todavía en Valencia hablando con el otro Ferragut que se escapaba de la Universidad para remar en el puerto. Casi llegó á creer que había vivido dos veces. Escuchaba las quejas del muchacho, interrumpiéndolas con solemnes consejos.
«¿No era él un filósofo? Bien sabía Dios que sí». Esto de que bien lo sabía Dios era una frase hecha, como él decía, que se le escapaba sin querer, porque, en verdad sea dicho, don Pompeyo Guimarán no creía en Dios. No hay para qué ocultarlo. Era público y notorio. Don Pompeyo era el ateo de Vetusta. «¡El único!» decía él, las pocas veces que podía abrir el corazón a un amigo. Y al decir ¡el único! aunque afectaba profundo dolor por la ceguedad en que, según él, vivían sus conciudadanos, el observador notaba que había más orgullo y satisfacción en esta frase que verdadera pena por la falta de propaganda.
Palabra del Dia
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