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Actualizado: 22 de junio de 2025
¿Conoce V. la provincia de Albay? dijo Enriqueta rompiendo el silencio. No, señora; es la primera vez que voy á ella, y lo hago como el que nada busca ni desea. Ya deseará y buscará. Yo no pude sondear toda la intención de aquellas palabras. ¿Y piensa V. describir su viaje? añadió Enriqueta. No pienso escribir una línea más.
La enfermedad avanzaba rápidamente; Enriqueta estaba convencida de que iba a morir. Quería verle para implorar su perdón; así lo pedía, con tono de niña caprichosa y enferma que exige un juguete. Hasta el otro, el protector poderoso, dócil a pesar de su omnipotencia, le suplicaba al cura que llevase al hotel al marido de Enriqueta.
Unos amores tan largos es cosa que debe respetarse manifestó Enriqueta con profunda convicción. Los demás expresaron también su aprobación poniéndose muy serios. Parecía que aquel adulterio era cosa sagrada e intangible. A los postres llegó Rosita León, una mujercilla que sólo tenía de joven la figura grácil, elegante y vivaracha. El rostro bastante ajado y con pronunciadas ojeras.
Aquí llegaban de su conversación, cuando fueron interrumpidas por Marcelita, que entró en la sala como un torbellino; presentó sus frescas mejillas a la señora de Aymaret, y volviéndose a Beatriz le preguntó toda sofocada: ¿Es verdad que papá se va? ¿Quién te ha dicho eso? Enriqueta, a quien le ha prevenido que le haga su equipaje.
Convencida al fin de que el duque no se hallaba dispuesto a morder aquella manzana pasada, cayó arrepentida en los brazos del marqués. Blanquita H * estaba pasando las grandes ducas por Manolo L * y éste sin hacerle caso. ¿Y por qué no la quiere Manolo? preguntó Núñez . Blanquita es una preciosa criatura. Porque está enamorado de su mujer según dicen respondió Enriqueta Atienza.
Aquella dama a quien no conocía se llamaba Enriqueta Atienza, hermana del marqués de Raigoso, de treinta y ocho a cuarenta años de edad, casada con un banquero, rubia y separada de su marido. Pasaron inmediatamente al comedor. El criado de Narciso Luna servía la comida. Este vivía en un cuartito de la calle de Recoletos, haciendo sus comidas en el Club.
Un hombre estaba a pocos pasos, contemplándolos con expresión confusa, como atraído allí por un impulso superior a la voluntad que le avergonzaba. El marido de Enriqueta conocía, como media nación, la austera cara de aquel señor ya entrado en años, hombre de sanos principios, gran defensor de la moral pública. ¡Dile que se vaya, Luis! gritó la enferma . ¿Qué hace ahí ese hombre?
Pero imperturbable el buen viejo, como quien trae aprendido el discurso y lo teme olvidar si tarda en soltarlo, le habló de Magdalena pecadora; del Señor, que siendo quien era, la había perdonado; y pasando al estilo llano y natural, contó la transformación sufrida por Enriqueta.
Iba por aquel tiempo con Pepe a todas partes, y venía mucho a comer con nosotros, un amigote sayo que entre burlas y veras, pero poniéndose muy serio solía decirme: «¡Ay, Enriqueta, si yo tuviese fortuna, qué vida tan distinta haría usted!» Yo nunca le contestaba... Era uno de esos hombres a quienes se siente no haber conocido antes... La imagen de la dicha que llega tarde.
Son cerca de las nueve, y no se ha presentado todavía. Puede ser que en la casa de mi señor hermano, que tenía costumbres polacas, cultivaran el hábito de quedarse en la cama hasta las doce ¡pero en una casa bien manejada como la mía, no habría que pensar en eso, Adalberto! Yo sabré poner orden. No comprendo, mi querida Enriqueta, por qué me diriges los reproches que son para tu sobrina.
Palabra del Dia
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