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, es necesario que te vengues dijo el bufón, que enloquecía por Dorotea ; si no es necesario que me vengue yo... ¡Vos! exclamó la joven ; ¡os ha hecho también desgraciado ese hombre! ¡Oh! , ¡muy desgraciado! Vuestra desgracia, sea cual fuere, no puede compararse con la mía dijo Dorotea, que tenía el doloroso egoísmo de creer que su desgracia era la mayor de las desgracias posibles.

Yo me encontraba en una situación enteramente excepcional, y sufría todas sus consecuencias. Sin embargo, las aceptaba, y cien veces que hubiera sido necesario hubiera vuelto a casarme con Amparo. ¡Cómo llenaba mi alma! ¡Cómo la enloquecía! ¡Cómo la desesperaba! ¡Cuánto la había divinizado mi amor! Todo en ella para era perfecto. Todo en ella para era ardiente.

La incomodidad, el disgusto el cruel sufrimiento han cesado con la fiebre que enloquecía mi cerebro, con la fiebre llamada «vivir» que consumía mi cerebro. Y de todos los tormentos, aquel que más tortura ha cesado: el terrible tormento de la sed por la corriente oscura de una pasión maldita. He bebido de un agua que apaga toda sed.

Apretó los puños y echó por aquella boca sapos y culebras, apartándose del balcón por no presenciar más tiempo un espectáculo que le enloquecía. Al volverse, su mirada se cruzó con la mirada del bruto de la imprenta, que inmóvil en medio de la sala, más feo, más horrible y siniestro que nunca, reclamaba las nefandas cuartillas. ¡Nada, nada, á rematar el artículo!

Olvidada de molestias y humillaciones de la cárcel, no tenía seso ni corazón más que para raciocinar sobre aquel problema y dolerse de él; porque , era un problema semejante a una llaga, un problema que la enloquecía como un logogrifo indescifrable, y la lastimaba como una úlcera abierta en lo más delicado y profundo de sus entrañas. La pavorosa duda tenía alternativas y lances de batalla.

Enloquecía de furor si los compradores de negros le engañaban en unas cuantas pesetas, y en la misma noche gastaba tres o cuatro mil duros celebrando una de aquellas orgías que le habían hecho famoso en la Habana. «Pega antes que habla», decían de él los marineros, y recordaban que, en alta mar, sospechando que su segundo conspiraba contra él, le había deshecho el cráneo de un pistoletazo.

La fiebre levantina enloquecía a los nietos de los rífenos, y eran muchos los que, con la blusa chamuscada, sacudiéndose la lluvia de pavesas, corrían siguiendo la marcha del fuego, deteniéndose para silbar al pirotécnico cuando la traca se cortaba, apagándose por algunos segundos.

Rafael estaba pálido y tembloroso como si le agitase un propósito criminal. ¡Leonora! ¡Leonora!... ¿Y he de marcharme así? Le enloquecía aquella boca impregnada de miel, y de repente, disparándose en él la pasión contenida y sujeta por el miedo, se abalanzó sobre la artista, la agarró las manos y buscó ávido sus labios, como si pretendiera beber el zumo que se deslizaba hasta la redonda barbilla.

Pero como nuestros gobernantes no le conocen y temen una humorada como las de aquel Hombre-Montaña que se enloquecía bebiendo un líquido cáustico, será usted sometido á las siguientes precauciones: »Una máquina voladora irá delante, después de haber enroscado un cable á su cuello. Otra volará detrás, con su cable amarrado á las dos manos de usted cruzadas sobre la espalda. Puede avanzar sin miedo.

Ella le miraba embebecida; ora ofreciéndose como una criatura del aire levantada por la onda de las vihuelas; ora evitándole con apicarado temor en algún apresuramiento del ritmo. Su embeleso embriagaba, enloquecía. Un lacayo acababa de abrir las maderas de una ventana, y la niña pasaba ahora, de la sombra a la claridad, como una visión, arrastrando en pos de la bruma de los sahumadores.