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Actualizado: 6 de mayo de 2025


Al fin la tremenda lucha cesa, profundo silencio sucede á un postrer rugido del monstruo espantable muerte; y Leila, que ella es la dama, mira á sus piés al mancebo, y desmayada en sus brazos se abandona sonriendo. ¡Alma, vida y amor del alma mia! exclamó Ataide los lucientes ojos destellando una célica alegría; y Leila, trasportada, enloquecia, trémulos de pasion los labios rojos.

Ya sabemos que Dorotea era la hermosa de moda; es decir, la comedianta que por orgullo enriquecía el duque de Lerma, la niña de los grandes ojos azules y del seno de nácar, que enloquecía á los galanes de Madrid; la reina de las entretenidas, como diría un francés de nuestros días; la tentación viviente y continua del corral de la Pacheca, aquella á quien si por comedianta excelente hubiera aplaudido siempre el público, aplaudía con frenesí, por inimitable comedianta y por incomparable en hermosura.

Veía además el apresuramiento de las mujeres, sus ojos de inquietud cuando se encontraban con el médico en un lugar solitario de la costa. Solamente la presencia del sobrino les hacía recobrar la tranquilidad y contener su paso. El mar le enloquecía de vez en cuando con una ráfaga de furor amoroso. Era Poseidón surgiendo inesperadamente en las riberas para voltear diosas y mortales.

Mientras duró la conferencia con el padre, no le quitaba la vista de encima, y ella bajaba la suya, se ruborizaba, y para disimular su turbación, jugaba con el abanico con un aire infantil que enloquecía. Quedaron con el padre en que al día siguiente le llevaría los antecedentes de la cuestión que quería entablar, que era intrincadísima.

Todos estaban pálidos, con los labios descoloridos, los ojos brillantes y un temblor homicida en las manos. El peligro arrostrado y la certeza de que por fin eran dueños de una ciudad les enloquecía. Las puertas de los edificios caían a culatazos.

En aquel salón, único en Buenos Aires, Fernanda jugaba su baccarat con don Benito y dos o tres amigos más, las noches vacantes de teatros y bailes; el señor Penseroso hacía su propaganda evangélica, y Blanca en un rincón de la sala enloquecía a mi tío, contándole la gran pasión que había sabido inspirarle entre cien hombres de mérito a quienes había desairado por él.

El conde se irguió decidido y amenazador: ¿Qué es eso? dijo con voz áspera. ¿Tenemos dudas? ¡Dios me perdone! ¿Acaso remordimientos? ¿Está usted loca? ¿Olvida usted en qué condiciones intervine para sacarla del atolladero cuando la enloquecía el terror? ¿Es que va usted á ser ingrata, querida? Eso sería una debilidad y una gran imprudencia.

En una acera de la calle Larga, ante las mesas de los principales casinos, había besado a un amigo con exagerados transportes de pasión, entre el griterío de la gente que salía a las puertas. Su último amor era un mozo tratante en cerdos, un atleta chato y cejudo con el que vivía en el arrabal. Un secreto poder de este macho fuerte la enloquecía.

A tales y tan disparatados pensamientos se entregaba, que si no enloquecía le faltaba poco. Aquella noche fue de las más crueles de su vida. Me marcho de Madrid. Quisiera despedirme de ti, pero no lo consentirás y no me atrevo a suplicarte que nos veamos. Me has hecho muy desgraciado. No sabía yo que te quería tanto.

Palabra del Dia

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