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Actualizado: 17 de junio de 2025
Las hembras eran sumisas; la debilidad femenil las hacía temer al arreador y se esforzaban en su trabajo. Los manijeros, agentes reclutadores, bajaban de la montaña al frente de sus bandas empujadas por el hambre.
Las olas, amontonadas en torbellinos, pasaban silbando; las piedras del cauce, empujadas por las aguas, cambiaban lentamente de puesto como monstruos despertados de su sueño y chocaban entre sí produciendo un sordo ruido; árboles arrancados de raíz, se levantaban fuera del agua y se sumergían pesadamente rompiéndose las ramas contra las piedras arrastradas; las orillas temblaban sin cesar por los choques de los enormes proyectiles que el agua furiosa lanzaba contra ellas.
El hilo de agua ó la columna líquida, según la fuerza del arroyo periódico, murmura dulcemente ó ruge con estrépito por el estrecho corredor resbalándose rápidamente por una sucesión de grados; luego, al pie de la caída, ha formado una especie de cubo, ancha balsa donde las piedras arrastradas ruedan empujadas por la presión de las aguas.
Las mujeres, sofocadas por la aglomeración, empujadas y golpeadas por el vaivén, rompían a llorar con la vista fija en el santo, agitadas por un sollozo histérico. ¡Ay, pare San Bernat! ¡Pare San Bernat, salveumos! Otras sacaban chiquillos de entre los pliegues de sus faldas, y levantándoles sobre sus cabezas, buscaban los brazos de los dos poderosos atletas. ¡Agárralo! ¡Qu' el bese!
Los restos que han resbalado desde lo alto de las cimas con las nieves, que han sido empujadas por el hielo, triturados, desmenuzados, arrastrados en pedruscos, guijarros y arenas por el agua, no han vuelto todos al mar, del cual habían salido en periodo anterior: enormes montones quedan aún en el espacio que separa las atrevidas pendientes de la montaña y las tierras bajas ribereñas del Océano.
Corrían á través de los campos, con la velocidad de la desesperación, mujeres y niños dando alaridos. Las bestias habían escapado de los establos, empujadas por las llamas, para emprender una carrera loca. La vaca y el caballejo de labor llevaban pendiente del pescuezo la cuerda rota por el tirón del miedo. Sus flancos echaban humo y olían á pelo quemado.
Apresuradamente, como si fuese un ser único animado por un solo soplo vital, y tuviese por voz la banda de música que aturdía el ambiente con himnos y más himnos, adelantábase la palpitante masa humana; y empujadas por la compacta muchedumbre, las banderas, coronadas de flores, vacilaban cual si estuviesen ebrias, y tan pronto daban traspiés y se inclinaban acá o acullá, como tornaban a erguirse rectas y altivas.
Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritable era su humor con los monstruos. ¡Que salgan, María! ¡Echelos! ¡Echelos, le digo! Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fué a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas.
Aún tardó algunos minutos en comenzar el desagüe de la cazuela, y el estrepitoso descenso por las escaleras abajo. Cogiéronse Amparo y Ana de bracero, y empujadas por todos lados arribaron al vestíbulo y de allí salieron a la calle, donde el frío cortante de la noche liquidó al punto el sudor en que estaban ensopadas sus frentes.
Terminó la guerra. Las partidas, acosadas, pasaron del Centro a Cataluña, y por fin, empujadas sobre la frontera, tuvieron que rendir sus armas a los aduaneros franceses. Muchos se acogían al indulto, ganosos de volver a sus casas. Mariano el campanero se fue también.
Palabra del Dia
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