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Actualizado: 4 de mayo de 2025
Veinte veces añudaba ci hilo de razones que interrumpian sus gemidos; hacíale preguntas acerca del acaso que los habia reunido, y no daba lugar á que respondiese con preguntas nuevas; empezaba á contar sus desventuras, y queria saber las de Zadig.
Entonces ella se enfadaba, insistía, quería a todo trance coger carne. Al cabo, él aflojaba los músculos diciendo: Te dejo morder; pero a condición de que me hagas sangre. No, eso no respondía ella, expresando en la sonrisa anhelante el deseo de hacerlo. -Sí, quiero que me hagas sangre; si no, no te dejo. La niña empezaba apretando poco a poco la carne de su marido. ¡Más! decía éste.
Fernando vio que sólo iba a tener por compañeros de viaje a los individuos de una familia. ¡Pero qué familia!... Llenaba casi todos los compartimientos del vagón, y en torno de ella y de una montaña de equipajes agitábanse más de doce servidores: porteros de hotel, camareros movilizados, mozos de carga, automovilistas. Sintióse contento de esta vecindad: empezaba a estar entre los suyos.
En su tribulación sin nombre, permanecía silenciosa, esperando que él hablase; pero en vano; y el trayecto bastante corto de la Avenida Gabriel a la Avenida de Alma, se pasó sin que una palabra se hubiera cambiado entre ellos. Juana, sin embargo, empezaba a despejar su espíritu, naturalmente valeroso, del caos de sentimientos en que la primera sorpresa la había sumergido.
Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de cristales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de púrpura como única luz de la habitación, el monótono canto del samovar hirviendo junto á las tazas de té, todo el recogimiento de una vida aislada por el dulce egoísmo, no les permitió enterarse de que las tardes iban siendo más largas, de que afuera aún lucía á ratos el sol en el fondo de los pozos de nácar abiertos en las nubes, y que la primavera, una primavera tímida y pálida, empezaba á mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las últimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre sus pasos.
Deseaba ser rico y famoso para ella; para que ella, «plus tard...», cuando él no existiese, pudiera enorgullecerse de haberle querido. Pero no pudo; no pudo resistir la luz de aquella gran felicidad que empezaba, y murió á los treinta y cuatro años, cuando iba á ser dichoso.
Explicó detenidamente varias lides, no muchas aún, porque empezaba a asistir, como quien dice.
La... mujer ésa, bien comprendo que rabia por largarse; mas Primitivo es abonado para matarla antes que tal suceda. No, si también empezaba yo a maliciarme eso.... Mire usted que empezaba a maliciármelo. El señorito se encogió de hombros con desdén, y exclamó: A buena hora.... Deje usted ya de mi cuenta este asunto.... Y por lo demás..., ¿qué tal, qué tal?
Al ir hacia el café había preparado por el camino el discurso que le espetaría a Juan Pablo. Este discurso empezaba así: «Amigo mío, me he enterado de que la pobre mujer de su hermano de usted vive en el más grande apartamiento, arrepentida ya de su falta, indigente y sin amparo alguno...» y por aquí seguía.
Me ha proporcionado excelentes espaldares. ¿Y el criado que tanto te convenía y que te quité á peso de oro? Empezaba á servirme mal. ¿Y el descrédito que he arrojado sobre tus costumbres? ¡Bah! No me ha disgustado pasar por un vividor. En fin; todo lo que he hecho en veinte años que hace que te aborrezco, y que te lo pruebo, ¿ha sido perder el tiempo?
Palabra del Dia
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