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Actualizado: 2 de mayo de 2025


Aburrido, se había replegado en el fondo del carruaje, mirando distraído el ir y venir de la gente, mientras todas estas ideas se embarullaban en su imaginación. ¡Y cosa rara! así como el ahogado, en su tremenda agonía, ve el desfile, con pasmoso relieve, de los hechos de su vida entera, que pasa ante su mente, con sus alegrías y tristezas, como proyección fantástica de una linterna mágica, Esteven, un ahogado de la suerte, veía ahora su pasado y el camino tortuoso recorrido, tan claramente, como pudiera ver, desde lo alto de una torre, la senda extraviada de la montaña, en pleno día.

El aparato religioso, las imágenes de plata, los cleros entonando sus himnos a voces solas, las interminables cofradías, no la habían impresionado tanto como este continuo desfile de grandezas humanas; y sus ojos se iban deslumbrados tras las fajas de los generales, las placas que centelleaban como soles, los bordados de caprichoso arabesco, las empuñaduras cinceladas y brillantes y las bandas de moaré que cruzaban los pechos como un arroyo ondeante de colorines.

Pensaban en la posibilidad de una boda matinal... Tal vez eran gentes alegres que venían de una fiesta nocturna... Varias veces el cortejo detuvo su marcha, viéndose cortado por un desfile de pesadas carretas con montañas de hortalizas. El maître, á pesar de sus emociones, fué reconociendo el camino que seguía el automóvil.

El desfile lúgubre parecía marchar contra la corriente de la Naturaleza, perdiendo a cada paso su fúnebre gravedad. En vano gemían las trompetas lamentos de muerte, y lloraban los cantores al entonar sagradas coplas, y marcaban el paso con ceño de verdugos los espantables sayones. La noche primaveral reía, esparciendo su respiración de perfumes. Nadie podía acordarse de la muerte.

Y yo, desde lejos, notaba el estremecimiento que aquella mirada clara producía en mi amigo, y le envidiaba. La tertulia se deshizo tarde. Algunos criados entraron a buscar a sus señoras y aguardaron largo rato allá dentro, en la cocina. A las doce y media vino el conde viudo del Padul a recoger a su hija, y ésta fue la señal del desfile.

Las señoras, agrupadas en la plazoleta, con todas sus criadas y María de la Luz, contemplaban la salida de la procesión, el lento desfile de las dos hileras de hombres, con la cabeza baja y el cirio en la mano, unos con chaqueta de paño pardo, otros en cuerpo de camisa y un pañuelo rojo al cuello, llevando todos su sombrero apoyado en el pecho.

Las dos familias, sufriendo los codazos de la muchedumbre, salieron de la plaza por entre los jinetes de la Guardia Civil que mantenían el turno en el desfile de los coches, fueron en busca de los suyos, teniendo las mamas y las niñas que recoger sus faldas de seda, y manchándose las medias con el barro de la carretera recién regada.

Aquella procesión no era una procesión de santas imágenes, ni de reyes ni de príncipes, cosa en verdad muy vista en España para que así llamara la atención: era el sencillo desfile de un centenar de hombres vestidos de negro, jóvenes unos, otros viejos, algunos sacerdotes, seglares los más.

Al cabo sucedió lo que era de esperar. Una tarde, al regresar del paseo con sus compañeros, cruzando desde el Prado a la calle de Alcalá, se vieron obligados a pararse por no ser atropellados de los carruajes. Los ojos de Miguel, que estaba en primera fila aguardando el desfile, tropezaron con los de su madrastra, que venía en carretela abierta.

Al pensar que la sarracena iba a pasar junto a él dentro de breves instantes, Ramiro hundió la mano en la faltriquera y asió fuertemente su crucifijo de bronce. Encabezaban el desfile los soldados de la fe, orgullosos de las plumas flamantes de sus chapeos y de las doradas cadenas de alquimia que les prestaba el Santísimo Tribunal.

Palabra del Dia

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