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Actualizado: 2 de mayo de 2025
Porque Carlos había tenido mucha pena, y ella también de rechazo, pero ella se callaba sabiendo por experiencia que la mano más delicada es siempre torpe al tocar ciertas heridas... Y las horas pasaban lentamente; el crepúsculo desplegaba su velo gris por los campos y ya comenzaba el desfile del regreso. Delante del Correo detúvose un coche y apareció en el umbral el anciano general Estry.
Al atardecer avanzaban por los caminos, orlados de álamos con inquieto follaje de plata, grupos de muchachas que llevaban su cántaro inmóvil y derecho sobre la cabeza, recordando con su rítmico paso y su figura esbelta á las canéforas griegas. Este desfile daba á la huerta valenciana algo de sabor bíblico.
Y todo se volvían idas y venidas del despacho al Correo, por fortuna próximo, como decía el aprendiz, que de otro modo hubiera estado cocido en obra. Después había empezado el desfile. Primero el señor Darling y su sobrina, que habían tenido una larga conferencia con el notario. Después había sido introducido el capitán Raynal y ahora estaban esperando al señor de Candore.
La comida era para ella un tormento, y el desfile de los bocks en el fumadero un suplicio tantalesco.
Las preguntas de Desnoyers eran contestadas por el viejo. ¿Fulano?... había sido herido en Lorena y estaba en un hospital del Sur. ¿Otro amigo?... muerto en los Vosgos. ¿Otro?... desaparecido en Charleroi. Y así continuaba el desfile heroico y fúnebre. Los más vivían aún, realizando proezas.
El río arrastraba sus olas amarillentas entre las carenas negras de los navíos y por el puente de Londres rodaban en incesante desfile los coches y los ómnibus. En lo alto de la ribera se levantaba la Torre alta y misteriosa y la entrada de los docks De Santa Catalina mostraba su amontonamiento de mercancías.
No entraba inmediatamente, sino que se quedaba en el pórtico viendo el desfile, caladas las gafas y sonriendo a unos y a otros. ¡Señor don Raimundo, aquí! ¡Señor don Raimundo, allá! Era alguien que le reconocía o alguien que le necesitaba. Charlaba con todos, pedía informes y daba noticias, y a lo mejor se escurría, rodeaba la manzana e iba a apostarse en la puerta de la calle Piedad.
Por la ventana del camarote entraba un rayo de sol, trazando sobre la pared temblonas y cristalinas ondulaciones, reflejo de las aguas invisibles. El buque avanzaba lentamente, y al fin quedó inmóvil, mientras arriba continuaba rugiendo la música su marcha triunfal, que parecía evocar un desfile de águilas bicéfalas con las alas extendidas sobre masas de cascos puntiagudos. Tenerife.
Después de la ruda prueba sufrida por los ricos, viendo pasar el desfile amenazante, temían éstos un reculón de la fiera, arrepentida de su magnanimidad, y todas las puertas se cerraban. Un grupo numeroso se dirigió al teatro. Allí estaban los ricos, los burgueses. Había que matarlos a todos: un drama de verdad.
En los espacios libres de este desfile, en los paréntesis abiertos entre una batería y un regimiento, corrían pelotones de paisanos: grupos miserables que la invasión echaba por delante; poblaciones enteras que se habían disgregado siguiendo al ejército en su retirada. El avance de una nueva unidad los hacía salir del camino, continuando su marcha á través de los campos.
Palabra del Dia
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