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Los papúes, que ansiaban alcanzar a los fugitivos para hacerlos prisioneros o quizá para matarlos en el acto, hacían desesperados esfuerzos por adelantar camino. Remaban furiosamente para ayudar a las velas, levantando salpicaduras de espumas, pero no se acercaban sino muy lentamente, pues la chalupa corría a razón de ocho o quizá de nueve millas por hora.

De todos modos, á no parecería razonable dirigirme á los ingleses pidiéndoles cuenta de esos indios que han desaparecido. Se la pediría en todo caso á los que se han apoderado de sus bienes después de matarlos y viven hoy en el territorio que ellos tranquilamente poseían.

Es posible que todos los problemas españoles se reduzcan a un solo problema quirúrgico, y que lo único que necesitemos en este país sean glándulas intersticiales. Nuestros carneros son más o menos viejos; pero nuestros políticos son todos anteriores a la revolución francesa, y si los cirujanos no logran matarlos, que por lo menos procuren rejuvenecerlos.

Era el tal mudo muy afecto á la reyna y á Zadig, y escuchó con no ménos asombro que horror dar la órden de matarlos ámbos. ¿Mas cómo haria para precaver la execucion de tan espantosa órden, que se iba á cumplir destro de pocas horas? No sabia escribir, pero pintar, y especialmente retratar al vivo los objetos.

Además de esto, ningún rey, príncipe, ni señor, preguntó cosa semejante a ningún mago, ni astrólogo, ni caldeo. 12 Por esto el rey con ira y con gran enojo, mandó que matasen a todos los sabios de Babilonia. 13 Y se publicó el mandamiento y los sabios eran llevados a la muerte y buscaron a Daniel y a sus compañeros para matarlos.

Y esta dicha mezquina me la turba esa gentuza con sus calumnias... ¡Hay para matarlos! Dominado por el grato recuerdo de la primavera que había florecido en sus primeros años de obispo, allá en una diócesis andaluza, repetía a Tomasa, una vez más, sus relaciones con cierta dama devota que sentía desde la niñez horror al mundo.

El mal que es preciso remover es el que nace de un gobierno que tiembla a la presencia de los hombres pensadores e ilustrados, y que para subsistir necesita alejarlos o matarlos, nace de un sistema que, reconcentrando en un solo hombre toda voluntad y toda acción, el bien que él no haga, porque no lo conciba, no lo pueda o no lo quiera, no se sienta nadie dispuesto a hacerlo por temor de atraerse las miradas suspicaces del tirano, o bien porque donde no hay libertad de obrar y pensar, el espíritu público se extingue, y el egoísmo que se reconcentra en nosotros mismos ahoga todo sentimiento de interés por los demás.

Así con espadas de plomo peleaban gladiadores contra el bien armado Emperador de Roma, que de seguro había de matarlos, y así sale al campo a reñir en desafío contra el más tremendo de los espadachines un señor viejo y pacífico que no sabe de esgrima o que la ha olvidado, y que por no haber tirado al blanco o haberse quedado medio ciego no acierta a dar un balazo a un elefante a cinco metros de distancia.

Español era él también, y su padre, y su madre; pero él no salía por las islas Lucayas a robarse a los indios libres: ¡porque en diez años ya no quedaba indio vivo de los tres millones, o más, que hubo en la Española!: él no los iba cazando con perros hambrientos, para matarlos a trabajo en las minas: él no les quemaba las manos y los pies cuando se sentaban porque no podían andar, o se les caía el pico porque ya no tenían fuerzas: él no los azotaba, hasta verlos desmayar, porque no sabían decirle a su amo donde había más oro: él no se gozaba con sus amigos, a la hora de comer, porque el indio de la mesa no pudo con la carga que traía de la mina, y le mandó cortar en castigo las orejas: él no se ponía el jubón de lujo, y aquella capa que llamaban ferreruelo, para ir muy galán a la plaza a las doce, a ver la quema que mandaba hacer la justicia del gobernador, la quema de los cinco indios.

En suma, los animales no son máquinas, sino que tienen alma, aunque no sea inmortal, sino perecedera, y piensan y discurren, y sobre todo sienten y padecen, que es lo que importa afirmar aquí. Al matarlos, pues, para comérnoslos, no procedemos con ellos amable y generosamente.