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Actualizado: 8 de junio de 2025
El Capellanet, que había escuchado estos relatos, sentía por el verro un respeto admirativo. Describía las particularidades de su persona con la prolijidad del que se siente enamorado de un héroe. No era alto ni fuerte como el señor; pero era ágil, nadie le ganaba en el baile, y podía danzar horas enteras, hasta rendir a todas las muchachas de la parroquia.
De todo el profesorado, amaba á la maestra de francés, porque podía hablar con ella de París y las artistas célebres como de un mundo lejano entrevisto en los periódicos de modas. También amaba á la maestra de español, que le describía cómo eran las corridas de toros y le enseñaba á ponerse la mantilla lo mismo que una andaluza. No necesitó de estudios penosos y áridos para sobrepasar á todas.
Cada día, en el extremo de la huerta, bajo los álamos frondosos, hacía el Padre Ambrosio un largo discurso que frailes y novicios escuchaban en religioso silencio. No siempre comprendía la mayoría del auditorio todo cuanto el padre describía o contaba; pero, hasta lo menos comprendido tenía un no sé qué de peregrino y poético que deleitaba y cautivaba la atención.
Por esto, al presentir la proximidad de la ejecución, había reclamado días antes sus joyas y el traje que llevaba en el momento que la detuvieron á la vuelta de Brest. El defensor la describía con un «vestido de seda gris perla, zapatos y medias de doradillo, gabán de pieles y en la cabeza gran sombrero con plumas.
Describía minuciosamente la primera bandera tomada al enemigo, como si fuese un traje de elegancia inédita. Ella la había visto en una ventana del Ministerio de la Guerra. Se enternecía al repetir los relatos de unos fugitivos belgas llegados á su hospital. Eran los únicos enfermos que había podido asistir hasta entonces.
¡Oh, madre Anfitrita!... Ferragut la describía lo mismo que si hubiese pasado ante sus ojos. Algunas veces, cuando nadaba en torno de los promontorios, como los hombres primitivos, sintiéndose envuelto por la fuerza ciega de las potencias naturales, había creído ver á la diosa desembocando entre dos rocas, con todo su risueño cortejo, luego de haber descansado en una cueva marina.
Y describía con rudeza la nueva vida del millonario. Todos le dominaban; todos estaban sobre él: la esposa, la hija, hasta aquel niño inaguantable de Urquiola, que le decía con la mayor insolencia: «Tío, no haga usted eso», «tío haga usted lo otro.» Por el momento, Sánchez Morueta sólo era el tío: pero no acabaría el año sin que el abogadillo le llamase papá.
Los cuatro jinetes emprendían una carrera loca, aplastante, sobre las cabezas de la humanidad aterrada. Tchernoff describía los cuatro azotes de la tierra lo mismo que si los viese directamente. El jinete del caballo blanco iba vestido con un traje ostentoso y bárbaro. Su rostro oriental se contraía odiosamente, como si husmease las víctimas.
Ah, mi cura, si me confesase ahora ¡cuántos pecadazos tendría de que acusarme! Ya no son, no, los pecadillos de antes, que conocíais tan bien. Y sin dejar de comer, le describía mis complacencias vanidosas, mis impresiones, mis trajes, mis ideas nuevas.
¡El respeto á la libertad! continuó el doctor dirigiéndose á su primo. Oyéndote, me pareces igual á un filántropo loco, que en una colección de fieras, se indignase ante la jaula de una pantera. Y Aresti, en su exaltación, mimaba la escena, al mismo tiempo que la describía de viva voz. El filántropo ideal compadecía á la bestia, ¿Con qué derecho la tenían entre hierros?
Palabra del Dia
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