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Y le duró más de siete, y se templó en tales términos y se arregló la envejecida y desconcertada máquina de mi tío de tal manera, que, no en un cesto, sino bien sentado en el sillón de vaqueta de su dormitorio, y bien forrado y envuelto en mantas y capotes, consiguió darse más de cuatro «panzadas de sol» al aire libre en el abrigado rincón de la solana, adonde le sacaba yo poco menos que en vilo, por la puerta de su alcoba, entre las tempestades de votos y reniegos con que protestaba contra «la perra acabación» que en tan miserables extremos le ponía.

Y yo te perdono... ¿No acabas de oír lo que he dicho a mi hija?... No ignoro cuánto has sufrido en estos últimos tiempos... y hay además en la vida circunstancias en que la indulgencia se impone... Levántate... Siéntate a mi lado. Desconcertada, estupefacta, se sentó en el banco al lado del marido. Beatriz le dijo , te doy mi perdón... ¿Qué más deseas? Habla. ¡Deseo... que vivas, Dios mío!

Gertrudis se ha puesto lívida; toda desconcertada, lo mira fijamente. El, tratando de recobrar el aliento, hunde sus miradas en la sombría corriente. ¡No había pensado en ello, Juan! balbucea la joven implorando su perdón con los ojos. Juan se echa a reír. Una alegría feroz, que le hace olvidar todo peligro, se apodera de él.

Algo desconcertada por esta especie de reprimenda, me coloqué el sombrero en la cabeza, no sin comprobar que un viaje en un bolsillo era muy poco higiénico para tal producto de la industria humana. Tocome en seguida despedirme de Juan y de Petrilla. Ah, señorita díjome Petrilla, siento tanto dejaros, como sentiría si dejase la mejor de mis vacas. ¡Mil gracias! repúsele entre risa y lloro.

Mi tío, que presentía un peligro, nos observaba de reojo, y Blanca, ya desconcertada con eso, me incitaba a desistir de mi empresa. Pero yo eché pelillos al mar, tosí con fuerza, y salté resueltamente al palenque. ¿Tío, se puede tener hijos sin casarse? No por cierto respondiome el tío, a quien hizo gracia la pregunta. ¿Sería una desgracia, si desapareciera la humanidad?

Discurriendo así, Rosalía se admiraba a misma, quiero decir que admiraba a la Rosalía de la época anterior a los trampantojos que a la sazón la traían tan desconcertada; y si por una parte no podía ver sin cierto rubor lo cursi que era en dicha época, por otra se enorgullecía de verse tan honrada y tan conforme con su vida miserable.

Cuando se entregaba a la Aritmética, su cara se volvía lúgubre y desconcertada, cual si estuviera sometida a la acción de fenómenos morbosos. La Aritmética tenía para ella algo de enfermedad cimótica, y así, desde que absorbía con su atención aquellos miasmas deletéreos llamados números, se ponía pálida y se le alteraba el pulso. ¡Y pensar que no puede haber dinero sin que haya cifras!

Don José se levantó, anduvo como desconcertada máquina hasta un aposentillo interior donde tenía sus trastos, y tanteando con las temblorosas manos en la obscuridad, encontró una botella. Apuró del contenido de ella porción bastante, y al tratar de volver al sofá, las piernas le faltaron y cayó rodando en mitad del aposento.

Esta mano protectora era la mano robusta de la mujer de Calleja, la cual, desconcertada y trémula al ver desde el rincón de su tienda la actitud terriblemente agresiva de su esposo, dejó con rapidez la labor, echó en tierra al chicuelo, que en uno de sus monumentales pechos se alimentaba, y arreglándose lo mejor que pudo el mal encubierto seno, corrió á la puerta y libró al pobre Carrascosa de una muerte segura.

«¿Y qué te hacesle preguntó D. Francisco volviendo hacia ella el rostro, cual si la pudiera ver al través de la negra venda. ¿Yo?... replicó la Sánchez un poco desconcertada al pronto, pero recobrándose con la mayor viveza . Pues nada, ahora no trabajo.