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Actualizado: 17 de julio de 2025


De pronto se oyó del lado de allá del río en el camino de la Pola el estampido de un cohete. Un estremecimiento de júbilo cruzó por las casas del lugar. Los niños saltaron de sus asientos sin querer terminar la cena: los grandes salieron también á la puerta con el bocado en los dientes. No tardó en percibirse el dulce, lejano son de la gaita. ¡Ya están pasando la barca! gritaban los chiquillos.

A este postrer metrallazo, Lucía dio a correr, cruzó la verja, subió la escalera no menos de prisa que la había bajado, y se encerró en su cuarto, soltando la rienda al dolor.

De guerreros cubierta la llanura, Y la bandera azul cual siempre pura Se miró relucir; Y á la sombra del símbolo divino Pronunció juramento el argentino De ser libre ó morir. Castelli desnudó su fuerte espada, Y á los cielos la vista levantada Sereno meditó: Cruzó su frente signo misterioso, Y á los libertadores dijo ansioso Con alta inspiracion:

La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su decepción fué sincera; pero en seguida cruzó sus manos cómicas: ¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!... No lo que digo... ¿Y su señora vive con usted en el ingenio? , generalmente... Ahora está en Europa. ¡Qué desgracia!

Bajólos instantáneamente y cruzó de largo seria y erguida. Mas a los pocos pasos sintió vago malestar como si no quedase satisfecha de misma.

Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla. El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería.

Pasagero en el valle de la vida Clavó su tienda en medio del desierto, Y en busca de una linfa apetecida Cruzó animoso el arenal incierto. Y al percibir en su cabeza ardiente Del genio de la muerte helada brisa, En su rostro de luz resplandeciente Brilló inefable y plácida sonrisa.

Le vi apretar las cejas y palidecer; era, sin duda, que leía lo de ganso. Luego se le aflojaron las cejas, le comenzó a temblar una mejilla, le asomaron lágrimas a los ojos, dejó caer la carta, sin acabar de leerla, se cruzó de brazos, estuvo silencioso largo rato, mirando al muerto, sollozó: «Para ti, alma generosa, no es noble ni decorosa la terrena inhumación.

A vueltas con esta preocupación cruzó distraído la Rúa Nueva, entró en la plaza de la Marina, siguió caminando por el muelle y se alargó hasta la punta del Peón. La noche estaba serena y despejada. Las estrellas centelleaban en el firmamento cabrilleando en las aguas tranquilas de la bahía. La jarcia de los buques surtos en ella se destacaba con bastante claridad del fondo azul obscuro.

Ella cruzó ante el árbol tras el que don Juan estaba escondido y pasó de largo; él, entonces, salió, llamándola en voz baja: ¡Cristeta, Cristeta mía! Sin detenerse, repuso: Anda... anda hasta que perdamos de vista el coche.

Palabra del Dia

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