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Actualizado: 21 de junio de 2025
Sin alterarse luego, hizo con pausa mil añicos de la carta, incluso del sobre; después estuvo a punto de echar los añicos en el cesto que tenía al lado para los papeles rotos; y al cabo, como reflexionándolo mejor, y como temiendo que la carta destrozada pudiera juntarse y recomponerse, se alzó don Braulio de su asiento, se dirigió a la chimenea que ardía en un lado de la sala, y arrojó con cuidado en la llama todos aquellos pedacitos de papel.
Esto no sería fácil averiguarlo, pues en aquel momento descubrió Ah-Fe el secreto del cerrojo y pudo abrir la puerta, coincidiendo esto con el ruido de pasos que se oía en la escalera. El chino no apresuró su salida, sino que cargando pausadamente con el cesto, cerró con todo cuidado la puerta tras de sí, y penetró en la espesa niebla que se cernía impenetrable por la calle.
Entonces siguió un instante por sus orillas, sombreadas de avellanos, hasta el paraje más oculto y umbrío, donde solían lavar las doncellas de Entralgo cuando en el verano los rayos del sol quemaban demasiado. Allí la encontró. Acababa de llegar y tenía depositado en tierra su cesto de ropa sin haberlo tocado todavía.
Las criadas de servir, con el cesto al brazo, ancho mandil de tela gris o azul, pelo bien alisado como de mujer que sólo dispone en el día de diez minutos para el tocador y los aprovecha , iban con paso ligero, temerosas de que se les hiciese tarde.
Salimos, pues, los cuatro, dando escolta alegremente a un voluminoso cesto lleno de provisiones, con el que cargábamos alternativamente Lautrec y yo. El tiempo estaba radiante y el calor nos hubiera parecido insoportable si hubiéramos tenido que ir a descubierto por una carretera.
Y el acuerdo de todas las flores vengativas, Desde las sampaguitas hasta las siemprevivas, Quedó temblando a modo de una hoz sobre el viento. Y aquí viene lo triste, señor, de todo esto; Porque una tarde Flora cortó y cortó más flores, Y luego de apiñarlas en su tagalo cesto, Se fué a su lecho para contarlas sus amores.
Una febril agitación reinaba en las calles barridas por el viento, y en las casas reinaba una profunda quietud. Cuando el chino hubo llegado a la cima de la cuesta, la colina de la Misión se ocultaba ya a su vista y la fresca brisa del mar le daba escalofrío. Descargose de su cesto para descansar.
Vuela de flor en flor, como decía, sacando de cada parte sólo el jugo que necesita: repáresela de noche; indudablemente ve como las aves nocturnas: registra los más recónditos rincones, y donde pone el ojo pone el gancho, parecida en esto a muchas personas de más decente categoría que ella, su gancho es parte integrante de su persona; es en realidad su sexto dedo, y le sirve como la trompa al elefante; dotado de una sensibilidad y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve, encuentra; y entonces, por un sentimiento simultáneo, por una relación simpática que existe entre la trapera y su gancho, el objeto útil, no bien es encontrado ya está en el cesto.
Y don Fermín rasgó también esta carta, y en mil pedazos más que todas las otras. No acertaba a arrojar en el cesto los pedacitos blancos y negros, y el piso parecía nevado; y sobre aquellas ruinas de su indignación artística se paseaba furioso, deseando algo más suculento para la ira y la venganza que la tinta y el papel mudo y frío.
Yo propuse aligerarlo haciendo una meriendilla a expensas del contenido, pero esta idea práctica fue acogida con una explosión de indignado desprecio, y las jóvenes, exaltadas, se apoderaron valerosamente del cesto y lo llevaron durante unos cien pasos, después de lo cual volvieron hacia nosotros miradas suplicantes y se dejaron convencer de que debían desistir de su hazaña. Por fin llegamos.
Palabra del Dia
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