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Actualizado: 23 de julio de 2025


El alguacil del tribunal, que llevaba más de cincuenta años de lucha con esta tropa insolente y agresiva, colocaba á la sombra de la portada ojival las piezas de un sofá de viejo damasco, y tendía después una verja baja, cerrando el espacio de acera que había de servir de sala de audiencia.

Maxi se estiró en la cama, y cerrando los ojos, cayó al instante en profundo sueño, cual si se hubiera bebido todo el láudano de la farmacia. ii Fortunata no se acostó en la cama, porque hacía mucho calor. Echose medio vestida en el sofá, y a la madrugada, después de haber dormido algunos ratos, sintió que su marido estaba despierto.

Y se le humedecían los ojos, cerrando los puños con desesperación. No se ponga usted así, Gallardo. Lo que yo hice fue un gran bien para usted... ¿No me conoce aún bastante? ¿No se cansó de aquella temporada?... Si yo fuese hombre, huiría de mujeres de mi carácter. El infeliz que se enamore de es como si se suicidase. Pero ¿por qué se fue usté? insistió Gallardo.

Al verme, dijo como si se tratara de la cosa más habitual: ¿Es usted... señor?... Buenas tardes... y cerrando el libro que puso sobre la silla al levantarse, se aproximó al borde del corredor, mientras yo bajaba del caballo, cuyas riendas puse en una horqueta formada por un gajo roto.

Se detuvo herida por una tentación irresistible; echó una mirada en torno, y no viendo a nadie, avanzó con cautela, tiró del cajón sin hacer ruido y escudriñó rápidamente su contenido. Allá, en un rincón, había dos libras de tabaco picado. Tomó una y, cerrando de nuevo, salió precipitadamente, ocultándola debajo del vestido.

Por el contrario, Andalucía, Valencia, Murcia, Alicante, el mismo Aragon, tienen más de ese hombre que se acuesta á lo largo de un diván, que abre la boca para aspirar las brisas de la tarde, que sujeta á veces la respiracion porque la ahogan los perfumes, que empaña el aire con las bocanadas voluptuosas de su pipa, ó que se disputa á la experiencia de la vida, cerrando sus ojos entre las ruinas veneradas de un mausoleo, bajo la copa de un ciprés, á la sombra de una palmera.

Inmediatamente después, separó las manos sin que opusiera resistencia la cinta que las ataba, y cerrando ambos puños se frotó con ellos los ojos, como es costumbre en los niños al despertarse. Luego se incorporó con rápido movimiento, sin esfuerzo alguno, y mirando al techo, se echó á reir; pero su risa, sensible á la vista, no podía oirse.

Aunque harto sabía D. Diego que era irrevocable toda resolución que tomaba su prima, y que su carácter era más firme que la roca en que descansaba el castillo a que ella había dado su nombre, todavía D. Diego hubiera querido contestar a aquel discurso y procurar amansar a la dama; pero ella lo estorbó retirándose de súbito a su habitación más reservada y cerrando la puerta de golpe.

En cierta ocasión, cuando hacía su visita a las parroquias de los vericuetos, en el riñón de la montaña, jinete en un borrico, bordeando abismos, entre la nieve, se le presentó una madre desesperada con su hijo en los brazos. Una víbora había mordido al niño. ¡Sálvamelo, sálvamelo! gritaba la madre, de rodillas, cerrando el paso al borrico.

Se convino en hacer campo de batalla de aquel salón, cerrando antes la puerta. El capitán fue a su casa por los sables y los trajo al momento, debajo de la capa que para ocultarlos se puso. Ya sabemos que D. Luis no había empuñado en su vida un arma. Por fortuna, el conde no era mucho más diestro en la esgrima, aunque nunca había estudiado teología ni pensado en ser clérigo.

Palabra del Dia

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