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Actualizado: 7 de junio de 2025
Algunas jóvenes americanas de frescas carnes, barbilla un poco gruesa, cabello rubio, anchos hombros y largos talles, conversaban en un inglés silbado y gutural. Su conversación se refería á la cantante cuya presencia estaba anunciada y que ofrecía á los invitados de Harvey un atractivo poco ordinario.
Veía el mundo entero inclinándose ante aquella diosa. No sólo la saludaban los potentados; los poderosos del arte estaban allí, pasaban de hoja en hoja, dedicando una palabra de afecto, un verso, una frase musical a la hermosa cantante.
Poco después Bonifacio se arriesgó, poniéndose muy colorado, a traducir otra observación humilde esta de la Gorgheggi al idioma del trompa pertinaz, un hombre de tan mal genio como oído; la tiple había hablado en español, había dicho «compás» como, de hablar, podría decirlo un canario; pero el hombre del bronce no había querido entender tampoco; la traducción de Bonifacio consistió en repetir a gritos las palabras de la cantante, inclinándose desde el palco sobre la cabeza calva del músico.
¿Entonces buscas tú misma la expiación? La cantante irguió su frente soberbia y dijo con gran tranquilidad: ¿Por qué no? ¿Has llegado á tal grado de debilidad que ya no quieres defenderte? Estoy cansada de astucias, de engaños, de fugas y de misterios. Todo antes que volver á empezar la vida que arrastro hace dos años. ¡Sí! ¡Quéjate todavía! Nunca has estado tan favorecida.
La vega toda revivía; el Pedregoso corría gárrulo y cantante, como si sus ondas repitieran quedito la extraña harmonía de los repiques. El cielo límpido de aquella noche casi invernal perdía poco a poco su inmensa serenidad.
Los dos días transcurridos desde que Leonora abandonó la ciudad, habían sido de tormentos para él. La gente comentando la huida de la cantante; escandalizándose de su inmenso equipaje que, agrandado por la imaginación de los murmuradores, llenaba no se sabía cuántos carros. Esto quien lo sabía bien era el barbero Cupido, que, cual de costumbre, había corrido con todo el servicio del equipaje.
Cuando descubrió que el admirable cantante era uno de los hombres más instruidos de Europa, que conocía casi todas las lenguas, que la riqueza y vivacidad de su imaginación igualaban a la profundidad y solidez de su juicio; que la rapidez de su golpe de vista le hacía abrazar, desarrollar y resolver en un momento las cuestiones más difíciles, se preguntó por qué había de serle prohibido a un artista tener en los negocios talento, habilidad y genio; se preguntó por qué no había de hacer su consejero y su ministro al que ya era su salvador y su amigo...
Lo quiero... Jacobo trató de detenerla, de calmarla. ¡Lea! La cantante lo miró profundamente, le dirigió otra sonrisa y se arrojó en sus brazos en un movimiento apasionado, diciéndole: Dame un beso, ¿quieres? Es la última vez que estamos juntos. Permíteme que al partir lleve en la frente el recuerdo de tus labios.
Una sola nota discordante resaltaba en su traje, un detalle cursi, cursísimo, que sólo pudiera concebirse en algún peluquero afamado o en algún cantante italiano de segundo orden: la cintita amarilla y blanca que asomaba por el ojal de su americana de viaje.
Cuando en verano, Gallardo, con toda su gente, iba a un café cantante en alguna capital de provincia, ganoso de juerga y alegría luego de despachar los toros de varias corridas, el Nacional permanecía mudo y grave entre las cantaoras de bata vaporosa y boca pintada, como un padre del desierto en medio de las cortesanas de Alejandría.
Palabra del Dia
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