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Si no fuese porque es un poco ridículo, diría que seguía requebrándome. Declaro que me iba aburriendo y que me distraía de un modo lamentable. Muchas veces mis respuestas eran incongruentes. Bostezaba escandalosamente, y llegué en ocasiones a dar cabezadas de sueño. Pero Joaquinita ni se enojaba ni cedía.

Estaba la mies en derrota; los ganados, libres, sesteaban soñolientos, se refocilaban en bárbaras persecuciones, o pacían en lentas cabezadas los brotes sirueños. Tintineaban las esquilas en la mansa levedad del ambiente, y todo el valle se hermoseaba con traje de alegría en la paz geórgica de la tarde.

Aquello acabó, y ahora sólo queda la sedería de Lyón, «mírame y no me toques», algodón malo, géneros que no duran un año, porquerías con las que van tan orgullosas estas señoritas del día.... ¿No es esto, Juanito? ¿No lo ves así? Y el sobrino contestaba a todo con afirmativas cabezadas, muy preocupado en su interior por el modo como expondría la pretensión que le llevaba allí.

También entran allí señoras decentes a expiar sus pecados, esposas ligeras de cascos que han hecho alguna trastada a sus maridos, y otras que buscan en la soledad la dicha que no tuvieron en el bullicio del mundo. Fortunata seguía dando cabezadas. Había oído hablar de aquella casa, que era el convento de las Micaelas.

No terminó la frase: con la fuerza y prontitud que caracterizan al león en su ataque, con la sanguinaria avidez con que el cachorro de un tigre se arroja sobre su primera presa, lanzóse el niño a Jacobo, clavándole las uñas en la garganta, dándole cabezadas en el rostro, pateándole todo el cuerpo con las robustas piernecillas, que parecían tener músculos de acero.

Quedábase estática y lela delante de la señorita, devorándola con sus ojos, y si esta le cogía la cara o le daba un beso, la pobre niña temblaba de emoción y parecía que le entraba fiebre. Su manera de expresar lo que sentía era dar de cabezadas contra el cuerpo de su ídolo, metiendo la cabeza entre los pliegues del mantón y apretando como si quisiera abrir con ella un hueco.

En bateles del país, empavesados con vistosos gallardetes y flámulas multicolores, y defendidos de los ardores del sol por elegantes toldos, los convidados fueron a tierra, donde había para las damas dos soberbios palanquines llevados por robustos negros; para Morsamor y Tiburcio, hermosos caballos árabes ricamente enjaezados; y para el piloto, el comisionista y el fraile, sendos pollinos tordos y lustrosos, con primorosas albardas, de las que pendían caireles y flecos de seda y con las cabezadas y jáquimas de seda también, alegrando los oídos el sonar de los cascabeles de plata que había en los pretales, y alegrando la vista los relucientes y airosos penachos que descollaban muy por cima de las largas y puntiagudas orejas.

Traía empuñado en ambas manos el bastón de D. José, y caminaba derecho a la Sanguijuelera, todo risas y alegría, con la evidente intención de darle un palo. Ella se dejó pegar, le cogió luego en brazos y le dio tantos y tan sonoros besos, que el muchacho empezó a gruñir y a defenderse a cabezadas. «Dale un palo a tu madre; anda, pégale...

¡Cómo sentirá esta invasión de la muchedumbre el viejo erudito de todas las tardes! Llegaba con su raro volumen, tal vez un incunable, aseguraba sus anteojos, preparaba su cuaderno para apuntar las citas y las curiosidades y luego se mecía en un sueño seráfico hasta que encendían las luces. ¡Pobre erudito, ahora tendrás que irte a otro viejo café a dar cabezadas sobre tu incunable!

Mientras se abrochaba los guantes, oía a Bonis su tartajosa explicación, dando grande importancia, a fuerza de cabezadas de inteligencia y asentimiento, a todo lo que decía.