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Actualizado: 15 de noviembre de 2025


Hombre, ; pero no es una hora muy a propósito. Es que hemos cenado tarde y estábamos dando una vuelta dijo el extranjero no quisiéramos acostarnos tan pronto. ¿Por qué no van ustedes allí? dijo el sereno, señalando los balcones de una casa que brillaban iluminados. ¿Qué es lo que hay allí? preguntó Martín. El Casino contestó el sereno. ¿Y qué hacen ahora? dijo el extranjero. Estarán jugando.

La nariz era más prominente y afilada; los ojos brillaban hundidos en los círculos negruzcos de sus cuencas. Estos ojos empezaron á mirar al capitán humildes y suplicantes. ¡! exclamó Ulises con extrañeza . ¡!... ¿Qué vienes á hacer aquí?... Freya habló con una timidez de sierva.

Los defectos brillaban por su ausencia. Mi hijita querida me dijo después de un largo silencio, ¿no te olvidarás de tu viejo cura? Jamás, jamás respondile con vehemencia. No debes tampoco olvidar mis consejos. Desconfía de tu imaginación, Reinita.

Era él, Santa Cruz, el mismo, vestido de americana y hongo. Detúvose en la puerta buscando con la vista su carruaje. Las dos luces brillaban allá arriba. Dirigiose hacia Cuatro Caminos... Detrás, avivando el paso, el odio personificado en Maximiliano. La vía estaba solitaria. Pasaba muy poca gente, y hacía bastante frío.

Desde que se ponía el pie en el portal se observaba el espíritu religioso, la economía y la limpieza que reinaban en aquella casa. Los muebles de la antesala eran feos y antiguos, pero brillaban por el frote de la bayeta y el cepillo. En uno de los ángulos había un pedestal con una Purísima de yeso, pintada. Los pasillos amplísimos y enjalbegados como los de un convento.

El rubor cubría las mejillas de la señora Liénard, sus labios sonreían y brillaban sus ojos con luces del alba, pero no podía articular ni una palabra. Por única respuesta, con gentil movimiento de gratitud tendió sus dos manos a Delaberge, quien las guardó un momento entre las suyas. No prosiguió diciendo.

La espada de Simón y la enorme hacha de Tristán brillaban al sol y golpeaban incesantemente sobre las cabezas enemigas, en primera línea. Reno cayó á su lado, malherido, y también pereció allí Sir Ricardo Causton.

Y ella, fascinada por aquella mirada ardiente, murmuraba cerrando los ojos: ¡Gracias!... ¡gracias!... ¡Carlos mío! Después, uniendo sus manos, se deslizó dulcemente a los pies de Carlos, y apoyó la cabeza sobre sus rodillas; su pálido semblante estaba como velado por sus largos cabellos negros; solamente a través de ellos brillaban sus ojos, lo mismo que una estrella en medio de un cielo sombrío.

El oro, las perlas, los diamantes, brillaban sobre sus vestiduras. Llevaba pendientes y pulseras de gran valor. Gabriel sonreía pensando en la simpleza religiosa, que viste a los héroes celestiales con arreglo a las modas de la tierra.

Reunía a una memoria feliz, una concepción rápida, una imaginación ardiente y unos sentimientos nobles y elevados que no nacían en la imaginación, sino en el corazón. Tales eran las cualidades que brillaban en él de una manera notable.

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