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Actualizado: 31 de mayo de 2025
Sobre el borde del barranco se inclinan las siete encinas que forman la fachada del bosque, cuyos troncos fuertes y robustos las denuncian por las más viejas; sus ramajes, los más espesos, carecen de aquellas saetas negras, preferidas por los tordos, que sirven de atalaya a los pájaros y atestiguan la senectud de los árboles; extienden sus ramas acodilladas en la pendiente de la cañada, y sus raíces, casi a flor de tierra, hinchan el césped y el musgo que las cubre.
El piano mudo; los pinceles olvidados; las rosas, pálidas y desfallecidas, se inclinaban al borde del rico tazón de Sévres, y cuando el viento las movía dejaban caer, uno a uno, sus pétalos marchitos. Aun quedaba en el aposento el aroma de los vestidos de Gabriela.... El rumor de las hojas secas que caían, en el balcón remedaba el roce de una falda de seda.... Se había ido la hermosa señorita.
El contraste es muy sensible si se aleja uno de la cascada para subir hasta el mirador que se encuentra sobre el borde de la roca poderosa que se destaca sobre la ribera del lago. Desde allí se abarca con la mirada un paisaje soberanamente bello.
Unos escarbaban con palos para arrancar los pedruscos de sus terrosos alvéolos; otros, a fuerza de empujones, los iban acercando a la sima y, cuando conseguían dejarlos junto al borde del tajo, los impelían al abismo, gozándose en verlos desgajar raíces y partirse en mil trozos contra las paredes de roca.
Se habían sentado un momento al borde del camino, agonizantes de cansancio, para respirar sin el peso de la mochila, para sacar sus pies del encierro de los zapatos, para limpiarse el sudor, y al querer reanudar la marcha les era imposible levantarse. Su cuerpo parecía de piedra. La fatiga los sumía en un estado semejante á la catalepsia.
Fijo y sin mirada, el ciego volvía sonriendo su rostro hacia donde sonaba la voz del doctor. No tengo esperanza murmuró. Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato, iluminaba praderas ondulantes y largos taludes, que parecían las escarpas de inmensas fortificaciones. A la izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la vertiente.
Vacilante bajo el peso de la tristeza que le anonada, se sienta al borde de su fosa y, en la efusión del dolor más amargo, eleva los ojos al cielo y pregunta a Dios si es que su providencia le ha abandonado.
En cierta ocasión me decía la señora, con una sencillez más que trágica: Se nos han muerto tres hijos: Luisín, porque el médico, a quien debíamos algún dinero, no quiso venir. ¡Julito y Nita, de hambre! ¡De hambre, sí! ¿No os parece una horrible ironía que puedan morirse así dos criaturas al borde de una gran ciudad cristiana?
Una sola vez me pasó por la cabeza este pensamiento: «¿Puedo devolverle sus besos?» Pero no me atreví. ¿Cuánto tiempo me tuvo así? No lo sé: de repente sentí que mi cabeza chocaba rudamente con el borde del sofá. El dolor me hizo salir como de las profundidades de un sueño. Me quedé allí sin movimiento, tratando de recobrar aliento.
Para formar la tarta se estira el hojaldre y se corta una circunferencia, se unta el borde de huevo batido, colocando encima todo alrededor una cinta de hojaldre y una capa de la pasta de verduras, encima los filetes, encima otra capa de verduras, cubriéndola con pedacitos de huevo duro y queso rallado.
Palabra del Dia
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