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Guillermina estaba sentada a su cabecera, y a cada rato le daba abrazos y besos, diciéndole que pensara en Dios, que padeció tanto por salvarnos a nosotros... De repente, se descompuso, hija; ¡pero de qué manera...! se quedó amoratada, empezó a dar manotazos y a echar por aquella boca unas flores, ¡unas berzas...! Era un horror.

Llega á su casa el Tuerto. (Y adviértase que el humo se va disipando, y no impide ya que yo vea la escena, con todos sus pormenores.) Quítase el sueste, ó sombrero embreado, de la cabeza; coloca sobre un arcón viejo el impermeable de lona que llevaba al hombro, y cuelga de un clavo un cesto cubierto con hule y lleno de aparejos de pescar. Su mujer desocupa en una tartera desportillada un potaje de berzas y alubias, mal cocido y peor sazonado; pónelo sobre el arcón, y junto á él un gran pedazo de pan de munición. El Tuerto, sin decir una sola palabra, después que sus hijos han rodeado la tartera, empieza á comer el potaje con una cuchara de estaño. Su mujer y los chicuelos le acompañan, por turno, con otra de palo. Conclúyese el potaje. El Tuerto espera algo que no acaba de llegar; mira á la tartera, después al fondo de la olla vacía, y, por último, á su mujer.

La hueste de mendigos descansa al sol ante el portal de la casona y se tiende por la orilla del camino aldeano. Sobre la veleta del hórreo, el gallo clarinea, en el sol, dorado y soberbio. ¡De toda la vida lo recuerdo! Al son de las doce repartíase el pan y las berzas a los pobres que acudíamos a este portal. Era una caridad de fundación. Venía desde los difuntos señores que levantaron la casona.

Yo, que estaba comiendo ciertos tronchos de berzas, con los cuales me desayuné, con mucha diligencia, como mozo nuevo, sin ser visto de mi amo, torné a casa, de la cual pensé barrer alguna parte, que era bien menester, mas no hallé con qué.

El labio superior, demasiado largo y colgante, parece haber crecido y ablandádose recientemente, y no cesa de agitarse con nerviosos temblores, que dan a su boca cierta semejanza con el hocico gracioso del conejo royendo berzas. Es pálido su rostro, la piel papirácea, las piernas flacas, la estatura corta, ligeramente corva la espalda.

Dad a Dios lo que es de Dios, y a la botica lo que a la botica pertenece, y no mezcléis berzas con capachos, o sea santidades con vomitivos. Más, mucho más hubiera dicho el discreto clérigo, si en lo mejor de su perorata no entrase Tablas, sorprendiendo a todos con los buenos días que dio desde la puerta.

-Una de las tachas que ponen a la tal historia -dijo el bachiller- es que su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver con la historia de su merced del señor don Quijote. -Yo apostaré -replicó Sancho- que ha mezclado el hideperro berzas con capachos.

Al hacer plato la tía Felicia, Celso no pudo reprimir una sonrisa irónica acompañada de un resoplido despreciativo. Y mirando con estupefacción aquel manjar despreciable murmuró por lo bajo: ¡Mal rayo! ¡Nabos y berzas! Lo mismo que si no los hubiera visto en su vida, aunque su abuela se los hacía tragar la mayor parte de los días.

Con mi mujercita estaría yo a gusto aunque viviese en una zahurda comiendo berzas y pan negro. Y al mismo tiempo se inclinó para besar sus cabellos. Hubo una larga pausa en que ambos parecían paladear su dicha enternecidos.

Sacaron dos sopas y Fernando comió de las dos; luego sacaron el cocido, después una fuente de berzas con morcilla y, al llegar al principio, Fernando se encontró con que, en vez de poner la trucha grande, la condenada del ama había puesto la pequeña, que no tenía más que raspa. Hombre, trucha exclamó Fernando le voy a hacer una pregunta.