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Actualizado: 22 de junio de 2025


Parece increíble declaraba Bertrán, que yo no haya ido todavía por allá. ¿Te diviertes mucho aquí? preguntó Juan. Moderadamente, ¿por qué me preguntas eso? Porque, si tu placer es negativo, deberías pedir a tu padre autorización para acompañarme a Bohemia, adonde iré próximamente. Estoy seguro que este viaje te interesará.

La de Bertrán Gardanne le trajo bruscamente a la memoria las palabras de Huberto, dando razón al huésped de los archiduques. «En el gran mundo no encontramos ya, había dicho, más que advenedizos, gente enriquecida en el comercio y en la industria

Buen día, querida mía dijo la señora Aubry, besando a la joven. ¿Veré hoy a tu madre? No, tía; mamá está con jaqueca, como siempre; pero Bertrán vendrá a buscarme. La puerta del salón se abrió. Dos señoras ancianas, vestidas de negro, entraron discretamente. Eran dos parientas de provincia, a quienes la señora Aubry acogió con afectuosa amabilidad.

Bertrán, criado de Lisardo, se encarga del papel del médico, que sabe desempeñar á las mil maravillas; prescríbele la medicina consabida, y los dos amantes se aprovechan de ella para estrechar más sus relaciones; una vieja dueña, que debe cuidar de Belisa, y que al principio cumple su obligación rigurosamente, da después fácil oído á la conversación de Roselo, amigo de Lisardo, y éste y su amada, mientras tanto, se abandonan á su pasión sin estorbos.

Jugando el tennis, Bertrán, en un match con el campeón invencible Roberto Milk, se dejaba batir vergonzosamente por la Inglaterra, ante los ojos atentos de su amigo d'Ornay, experto jugador, quien, furioso, le dirigía vivas recriminaciones. María Teresa, Diana, Mabel d'Ornay, Alicia y Juana de Blandieres, conversaban en la terraza, reclinadas en rocking-chairs.

Por eso continuó Martholl, con gran pesar de Bertrán, que deseaba contar la historia de una cacería de ciervos, a que lo había invitado un archiduque, por eso, en Francia, la fisonomía de los salones ha cambiado prodigiosamente.

Miró fijamente al herido y por fin exclamó con acento que revelaba su profundo regocijo: ¡Bertrán Duguesclín! El mismo que viste y calza, replicó el otro riéndose. Bien hice, á fe mía, en ocultar el rostro allá en Burdeos, pues quien lo ve una vez jamás lo olvida. Yo soy, señor de Morel, y aquí mi mano, que jamás estrechará otras manos inglesas que la vuestra y la de Chandos.

7 Desde Toledo á Madrid, del maestro Tirso de Molina. 8 El amor puesto en razón, de D. Sebastián de Villaviciosa. 9 San Luis Bertrán, de D. Agustín Moreto. 10 La piedad en la justicia, de D. Guillén de Castro. 11 Resucitar con el agua, de D. José Ruiz, D. Jacinto Hurtado de Mendoza y Pedro Francisco Lanini Valencia. 12 Todo cabe en lo posible, de D. Fernando de Ávila.

Ha hecho una gran vida, y ha sido presentado a varios Archiduques. María Teresa se sonrió. Entonces estará maravillado de aquel país. ¡Perversa! No, de veras, me alegro que Bertrán se haya divertido tan fácilmente; es de los que gozan con todas esas pequeñas satisfacciones de vanidad... ¡Cuánto los envidio! ¡Que puedas envidiar a alguien, por el momento, es algo que no se explica! ¿Por qué?

Reíanse todavía de la aventura los cuatro amigos cuando alcanzaron á su capitán y poco después llegaron todos al castillo de Rochefort, cuyas puertas se les abrieron de par en par apenas oyeron los que las guardaban el nombre de Bertrán Duguesclín. VISIÓN PROF

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