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Actualizado: 21 de junio de 2025


Dos meses después del casamiento de la señorita de La Treillade con el barón Julio Grèbe, Fabrice y su mujer, acompañados de los señores de Aymaret, fueron una noche al teatro Francés.

De pronto callóse, como advirtiese que la señora de Aymaret ocultaba su rostro entre las manos y que las lágrimas escapaban de sus ojos, humedeciendo sus guantes. Hubo dos o tres minutos de silencio; en seguida el marqués, pálido como un cadáver, le dijo en baja, aunque firme voz: ¿Por qué llora usted? La vizcondesa no le respondió sino con una explosión de sollozos.

Usted sabe muy bien que no soy rico añadió Pedro con cierta timidez. Para ella lo es usted... ¡pobre Beatriz!... y además... Aquí interrumpióse de súbito y preguntó a Pierrepont: ¿Qué dice de esto su tía de usted? No dice nada, porque nada sabe. La señora de Aymaret se incorporó bruscamente en su silla.

La señora de Aymaret debía ponerse en camino con su marido y sus hijos el primero de mayo, que era un martes; fue la víspera a Bellevue con intento de despedirse de Beatriz, a quien halló profundamente triste, aunque resignada, sabiendo allí por boca de su misma amiga que Pierrepont había estado en la quinta aquella mañana y participado a Jacques sus proyectos de viaje.

La señora de Aymaret movió graciosamente la cabeza sin responder. Me gustaría añadió el marqués con seriedad , recibir una esposa de su mano. Es muy delicado eso... Jamás me atreveré a arrostrar semejante responsabilidad... nunca osaría designarle una persona... aun cuando su nombre estuviera para caerse de mis labios. ¿Qué quiere usted decir con eso? Nada. ¿Piensa usted en alguien? En nadie.

La señora de Aymaret habitaba el verano la pequeña posesión de las Loges, situada a dos kilómetros, poco más o menos, de los Genets.

La vista misma de la baronesa había llegado a hacérsele insoportable; su resolución de abandonarla estaba definitivamente tomada, y no aguardaba sino el momento de ponerla por obra; su primera idea fue, como hemos visto, llevar a cabo una especie de suicidio sepultándose en las austeridades de una de las más severas órdenes religiosas, y aun volvió, a hablar de nuevo a su amiga la señora de Aymaret sobre su próxima entrada en el Carmelo, esforzándose realmente en cifrar en el Cielo un amor para el que ya no quedaba esperanza alguna en la tierra; pero es menos difícil hacer un sacrificio que perseverar en él.

La primera visita de Pedro fue para la señora de Aymaret, qué también habitaba por aquellas cercanías, parque Monceau: había prevenido de antemano a la vizcondesa, quien lo esperaba con cierta desazón, porque durante la ausencia del marqués, ni éste le había escrito ni ella se atrevió tampoco a hacerlo, no pudiendo olvidar que ella fue quien lo alentó en sus desdichados propósitos acerca de la señorita de Sardonne, que ella había sido su oficiosa mensajera para con aquella joven, que ella contribuyó en no escasa parte a la humillación que Pedro soportara, humillación que venía a hacer más punzante el efectuado enlace de Beatriz con Fabrice; por todas estas razones temió una escena de despecho, quizás de cólera y reproches, pero, por ventura de la interesante dama, su temor se hubo de disipar, por cuanto el marqués se presentó ante ella un poco pálido, es verdad, pero tranquilo, cortés y aun sonriente.

La señora de Aymaret interrogó a Pierrepont con una mirada. Creo respondió el marqués , que la señorita Beatriz no tiene durante el día más que, una hora libre... es aquella en que mi tía duerme la siesta después del almuerzo. Perfectamente; entonces ésos son nuestros momentos.

Una circunstancia imprevista vino a poner fin a las indecisiones de la señora de Aymaret; su marido el vizconde, debilitado por todo linaje de excesos, había caído de algún tiempo atrás en un estado de anemia alarmante, y los médicos le prescribían una prolongada residencia en Glion, a orillas del lago de Ginebra; naturalmente, su mujer se prestaba a acompañarle, era necesario, pues, tentar un último esfuerzo.

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