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Actualizado: 20 de julio de 2025


Un ciego impulso de mi amor de madre me arrastró hacia Luz con los brazos extendidos; pero otro impulso más fuerte de la conciencia me detuvo allí... No me atrevía a abrazarla, porque abrazarla era poner en contacto su inmaculada pureza con las escorias inmundas que imaginaba yo ver salir a borbotones de mi pecho.

Abrió el balcón del despacho de par en par. Ya había salido la luna, que parecía ir rodando sobre el tejado de enfrente. La calle estaba desierta, la noche fresca; se respiraba bien; los rayos pálidos de la luna y los soplos suaves del aire le parecieron caricias. «¡Qué cosas tan nuevas, o mejor tan antiguas, tan antiguas y tan olvidadas estaba sintiendo! Oh, para él no era nuevo, no, sentir oprimido el pecho al mirar la luna, al escuchar los silencios de la noche; así había él empezado a ponerse enfermucho, allá en los Jesuitas: pero entonces sus anhelos eran vagos y ahora no; ahora anhelaba... tampoco se atrevía a pedir claridad y precisión a sus deseos.... Pero ya no eran tristezas místicas, ansiedades de filósofo atado a un teólogo lo que le angustiaba y producía aquel dulce dolor que parecía una perezosa dilatación de las fibras más hondas...». La sonrisa de la Regenta se le presentó unida a la boca, a las mejillas, a los ojos que la dieran vida... y recordó una a una todas las veces que le había sonreído. En los libros aquello se llamaba estar enamorado platónicamente; pero él no creía en palabras. No; estaba seguro que aquello no era amor. El mundo entero, y su madre con todo el mundo, pensaban groseramente al calificar de pecaminosa aquella amistad inocente. ¡Si sabría él lo que era bueno y lo que era malo! Su madre le quería mucho, a ella se lo debía todo, ya se sabe, pero... no sabía ella sentir con suavidad, no entendía de afectos finos, sublimes... había que perdonarla. , pero él necesitaba amor más blando que el de doña Paula... más íntimo, de más fácil comunión por razón de la edad, de la educación, de los gustos...

En el fondo de su cerebro, entre otros mil proyectos portentosos, había uno audacísimo que no se atrevía a comunicar a nadie, pero que incubaba con particular cariño, resuelto a luchar por él hasta el fin de sus días.

¡Sanjurjo!... ¡Sanjurjo, venga usted! dijo con voz alterada, sin saludar, sin ver siquiera a don Mateo. El notario se levantó tranquilamente y entró en el salón con él. Don Víctor no hizo alusión ninguna a aquella repentina marcha. Quedó departiendo amigablemente sobre lo mismo que estaban hablando con don Mateo, el cual, aunque un poco sorprendido, no se atrevía a preguntar nada.

Hoy el pobre armonium no acompañaba ya la voz de los chantres, ni los cánticos de los niños. La señorita Marbeau, la directora de correos, era algo música, y con mucho gusto habría ocupado el lugar de la señorita Hebert, pero no se atrevía, temía que la anotaran como clerical y verse denunciada por el alcalde, que era librepensador. Eso habría obstado quizá a su ascenso.

A la luz pálida del alba se veía el cadáver de Zaldumbide, colgado de una verga, balanceándose con los movimientos del barco. Se lo advertimos al teniente y a Nissen, y éste, con su habitual laconismo, nos dijo: Las llaves, las llaves. Es verdad repuso el teniente ; hay que registrarle, a ver si tiene el llavero. Ninguno de los otros vascos se atrevía, y fui yo.

No se atrevía el pobre ciego a pedirle que le devolviese la vista, pues esto no se lo había de conceder. Era castigo, y el Señor no se vuelve atrás cuando pega de firme.

No se atrevía a hablar a su mujer de lo ocurrido, y esta, que era la misma prudencia, además de no decir una palabra, mostrábase tan afable y cariñosa como de costumbre.

Cuando sentía la mano de la señora acariciándole el rostro, pensaba sentir la de Dios mismo. Apenas se atrevía a rozar con sus labios aquellos dedos flacos y transparentes. Sólo para su madrastra había cambiado tan radicalmente. Con los demás, incluso con su mismo padre, seguía mostrando la misma frialdad despreciativa, el mismo carácter obstinado y altivo.

Palabra del Dia

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