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Actualizado: 20 de julio de 2025


No habéis oído hace un momento a M. de Larnac que se atrevía a reprocharles que gastaban locamente su dinero? Nunca es una locura gastar el dinero. La locura es guardarlo. Vuestros pobres, pues estoy seguro que es lo que más os da que pensar, han tenido hoy buena suerte.

Más bien que la de Milo la de Médicis rectificaba el joven y ya sabio Saturnino Bermúdez, que sabía lo que quería decir, o poco menos. ¡Es un Fidias! exclamaba el marqués de Vegallana, que había viajado y recordaba que se decía: «un Zurbarán», «un Murillo», etc., etc., tratándose de cuadros. Y Bermúdez se atrevía a rectificar también: En mi opinión más parece de Praxíteles.

Pero la actitud reservada, aunque atenta y afable de la brigadiera, le imponía respeto y le cortaba los vuelos para desahogar el pecho. Por otra parte, deseaba también entrar en la cuestión de intereses y no se atrevía, temiendo ofender su orgullo.

No me atrevía yo a hablarle de ciertos puntos. Le decía que era su madre, pero no le decía de qué suerte era su madre, como deseando que lo ignorara. Y salvo en lo indiferente y en las relaciones entre ella y yo desde que nació ella, ponía yo en toda mi vida, cuando con ella hablaba, un sigilo harto embarazoso.

La enfermera María Astafievna no estaba enamorada de Pomerantzev; desde hacía tres años, el tiempo que llevaba en la clínica, amaba desesperadamente al doctor Chevirev y no se atrevía a decírselo.

Algo de extraordinario debía de haber pasado durante su ausencia, y la fuga de Graciana había sido notada. La sirviente tuvo un acceso de nervios muy común entre las francesas y no se atrevió a entrar: colgada del brazo de Alejandro, tiritaba de miedo. El pardo vacilaba también, y caballeresco como era, no se atrevía a comprometer ni a abandonar a Graciana en la puerta.

Algo había en su conducta que no podía explicarse, y era preciso que ella se lo dijese. ¿No era su hermano único y el mejor de sus amigos? ¿No le contaba todas las cosas que no se atrevía a decir al padre, por el respeto que éste le inspiraba?... Pero la muchacha se mostró insensible al tono acariciador y persuasivo de su hermano.

Elena volvió la cabeza hacia ella y exhaló un suspiro de compasión; no se atrevía a hablarle porque Marta le había rogado que terminara silenciosamente su trabajo. Sin embargo, un momento después había terminado su tarea; se levantó, se acercó al aya, le mostró el escrito, y dijo: Mirad, querida Marta, he terminado.

No se atrevía Felipe a dar crédito a la realidad, y era realmente gracioso ver al pobre muchacho en el pináculo de la dicha comunicando sus impresiones de felicidad a dos censores tan adustos, a dos rivales tan formidables como Amaury de Leoville y Raúl de Mengis.

Aunque a D.ª Laura nada debía, antes muriera que pedirle dinero, después del atroz desaire recibido de ella. No se atrevía tampoco a acudir a Joaquín Pez. Salió. Mariano se quedó solo. Por no ser excesivo el número de sillas que en el cuarto había, estaba sentado en un baúl bajo. A su lado, en un rincón, vio paquetes de papeles viejos liados fuertemente con bramante.

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