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Actualizado: 9 de julio de 2025


La cámara del capitán y la del teniente se hallaban bajo cubierta y tenían ventanas con rejas; delante de ellas estaba nuestra cámara y encima de las tres la sobrecámara, en el alcázar de popa, formando dos cuartos separados por un mamparo: uno que ocupaba el piloto, Franz Nissen, un dinamarqués que no hablaba nunca, y otro el médico, el doctor Cornelius.

El piloto nos hizo beber a los cuatro vascos y al timonel un poco de líquido. Frans Nissen, indiferente a todo, con una brújula pequeña de mano, seguía en la rueda del timón. A eso de la media noche sonaron dos golpes fortísimos en la puerta. ¿Quién va? dijo el piloto. Yo contestó Silva el portugués. ¿Qué queréis? Han matado al capitán. ¡Rendíos! No se os hará nada.

Los marineros fueron conducidos a presidios del interior y a los pontones próximos a Portsmouth y Chathan. A nosotros nos destinaron a un pontón del norte. Ugarte, Nissen, el timonel, Old Sam, el contramaestre, el irlandés Allen, que quiso venir conmigo por amistad, y otros prisioneros franceses. Al salir de Plymouth, Old Sam se tiró al agua. No se le vio durante algún tiempo.

Old Sam era un desertor de la marina inglesa, hombre inteligente y práctico. Tenía unos cincuenta años. Vestía marsellés y una gorra de pelo y llevaba el pito de plata, pendiente de un cordón de seda negro, enlazado en el ojal de la chaqueta. Franz Nissen, el timonel, era el que no abandonaba nunca la rueda del timón. Era un viejo ex presidiario que no hablaba con nadie ni se mezclaba en nada.

Tenía bastante con sus recuerdos. El y Old Sam eran los únicos a quienes el capitán pagaba con exactitud la soldada. Nissen nos salvó de muchos peligros. Nosotros, la cuadrilla de vascos, ya habituados a aquella vida extraña e indiferentes a todo cuanto pasaba a nuestro alrededor, nos poníamos a jugar a la manilla o al truque nuestros ahorros.

Tristán el piloto no quería que entabláramos combate; pues aunque hubiéramos vencido al último, estando armados como estábamos y ellos no, hubiese sido a costa de mucha gente. Avanzamos Arraitz y yo; todo el mundo dormía, y el barco navegaba a la ventura. A pesar de esto, Nissen no había abandonado el timón. Nos extrañó tanto silencio.

Franz Nissen era un hombre muy serio; gobernaba siguiendo el rumbo con una precisión admirable; sólo cuando las olas ofrecían peligro por su magnitud, se ocupaba de ellas. La brújula estaba delante de la toldilla, a la vista del timonel. Era una bitácora grande, con caperuza de cristal y dos lámparas de cobre a los lados para iluminar la rosa de noche.

Albizu y yo daríamos a la bomba; Arraitz y Burni nos escoltarían armados de rifles, y a la puerta de la sobrecámara quedarían el teniente y Nissen para dar, en caso de necesidad, la voz de alarma. Salimos despacio; hicimos funcionar la bomba del aljibe de popa. Nos figurábamos que no daría agua. Efectivamente: estaba agotado. Había que acercarse al castillo de proa.

Le llevaron de Liverpool a Amsterdam, y Zaldumbide lo rescató, pagando sus deudas y embarcándole en El Dragón. Allen era un buen muchacho, pero muy poco marino. Por más que yo intenté explicarle las maniobras, no pude. Miraba al mar como algo sin interés. Tenía espíritu de labrador. Otro hombre bueno en el fondo era Franz Nissen, el timonel. Hablaba muy poco, y nunca de su vida.

¡Bravo, Chim! dijo Tommy, y dió unas cuanlas volteretas y un magnífico salto mortal, seguido de Mary-Zancos, que había tomado al grumete por su protector. Fué haciéndose de día. El capitán nombró a Nissen teniente piloto, aunque acordó que siguiera de timonel hasta encontrar alguien que lo sustituyera. El nuevo capitán y el teniente fueron estudiando las medidas que había que tomar.

Palabra del Dia

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