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Actualizado: 10 de julio de 2025


Era administrador de Montesinos, el propietario más rico de Peñascosa, y habitaba una de las alas del inmenso palacio o caserón que éste poseía. Estaba viudo de tres mujeres, con una hija que ya conocemos de nombre. Era excesivamente pequeño, con una gran corcova a la espalda, color macilento, mejillas pendientes y flácidas, ojos sin brillo y asustados siempre.

Esto se pone feo, don Luis suspiraba el admirador de Inglaterra. Esto va á ser la muerte de las minas. Para darse cuenta de lo crítico de la situación, bastaba ver que los peones gallegos tomaban el tren y se iban á su país. Aquellos hombres eran capaces de rebelarse por su interés personal, pero apenas presentían protestas colectivas, escapaban asustados hacia su país.

Gabriel, en sus rondas de vigilancia, sentía batir sobre su cabeza pesadas alas. Al grito de los murciélagos se unían chillidos lúgubres de pájaros que, asustados, cortaban el aire, chocando con las pilastras. Eran las lechuzas, que bajaban atraídas por el aceite de las lámparas, estremeciendo a éstas con el roce de sus plumas.

La infeliz señora presentaba ya en su rostro los signos de la muerte, la palidez cadavérica, el afilamiento de la nariz, los ojos vidriosos y en torno de ellos un círculo oscuro, amoratado. A su lado y en pie estaba el sacerdote que la exhortaba a arrepentirse. Otras dos criadas contemplaban de más lejos con rostros asustados, más que doloridos, aquel cuadro lastimoso.

Otras veces, el fuego blanco de sus ojos monstruosos resbalaba sobre muros de hielo que se perdían en las altas tinieblas, y los pingüinos, las focas y los osos polares interrumpían su sueño, asustados por este monstruo luminoso y jadeante que partía como un relámpago el misterio de la noche.

Era una prueba, no sabía de qué, pero adivinaba que sin saber ella cómo ni cuándo, aquella prenda podía llegar a valer mucho. «¿Y qué probaba aquel guante respecto a la santidad de la señora? Que era una hipócrita. ¡Si no fuera por el Magistral!». Los Vegallana y sus amigos estaban asustados.

No había nada que no mirase con ojos optimistas, y hasta en los males encontraba siempre algo bueno. Una vez, en invierno, se inflamó de repente la chimenea de la clínica; temíase un incendio, y todos los enfermos estaban asustados. Sólo Pomerantzev se felicitaba; tenía la seguridad de que el fuego había destruido a los malignos diablos que, escondidos en la chimenea, aullaban durante la noche.

El gran Robinsón extendió ambos brazos al verla, exclamando: «¡Hija mía!», y la dama se dejó caer en ellos con filial abandono, sollozando fuertemente y mostrando a sus hijos, que se agarraban asustados a la falda de Miss Buteffull, siempre tiesa e impasible.

La trompa hizo oír a lo lejos su queja melancólica como un débil suspiro... De repente atravesó la calle y se deslizó entre las patas de los caballos un grueso reptil de larga cola y los dos caballos, asustados, hicieron una huida. Carlos permaneció firme en la silla, pero Eva fue arrancada violentamente de la suya y cayó al suelo, felizmente algodonado de musgo.

Habían bajado de las montañas para ver el Corpus de Toledo, y andaban por las naves de la catedral con el asombro en los ojos, asustados de sus propios pasos, temblando cada vez que rugía el órgano, como si temieran ser expulsados de aquel mágico palacio igual a los de los cuentos.

Palabra del Dia

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