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Actualizado: 21 de mayo de 2025


Y sin embargo, no miraba al joven. Y sin embargo, se mantenía duramente reservada. Atravesó el aposento rápidamente, y al llegar á una puerta, como pretendiese pasar don Juan, le dijo: Esperad un momento, señor. El joven respetó la voluntad de doña Clara, y se detuvo. La puerta se cerró.

Esas crujías... con vuestra licencia, mejor estaríamos en el aposento del portero. ¿Quién es el hidalgo portador de la carta de su majestad? dijo el frailuco desde la subida de las escaleras ; adelante, hermano, y sígame. Entráos, entráos vos en el aposento del portero, amigo, y hasta luego. Hasta luego.

Lo desamueblado del aposento, la luz a medias, la monstruosa muñeca, cuyo tamaño casi natural parecía dar a su falta de habla patético lenguaje, la debilidad de la única figura animada del cuadro, afectaron profundamente la sensibilidad de la mujer y la imaginación del poeta.

Doña Lupe y Fortunata entraron, precedidas de Severiana, en el aposento de la enferma, que estaba incorporada en la cama. Le habían cortado el pelo días antes para poderle curar la herida de la cabeza; su perfil romano se había acentuado; era más fina la nariz, la quijada inferior abultaba más, y la extenuación le agrandaba los ojos.

Estaba sola con su víctima, y Carmen la saludó muy cortésmente haciéndose sobre las sienes la señal de la cruz. Aunque la niña no conocía a la vieja de la guadaña, al punto que entró en el aposento «la sintió» y dijo: Ya está aquí.

Pero como Cervantes se había decidido a satisfacer los gustos de su amor, y cuando tomaba una resolución se mantenía firme en ella, y una vez resuelto el encanto de doña Guiomar para él crecía, determinose a reconocer las dos puertas de la derecha y de la izquierda, escuchar, y ver si por algún indicio sacaba cuál el aposento en que doña Guiomar estaba fuese.

Quevedo buscó inútilmente en la parte baja del alcázar al tío Manolillo, y subió á su aposento, á cuya puerta llamó inútilmente repetidas veces. Al fin Quevedo gritó: Si estáis ahí, tío Manolillo, abrid, hermano, abrid á Quevedo. Oyéronse violentos pasos y se abrió la puerta. Apareció el bufón pálido y desencajado.

¡Estás loca! repitió tristemente el tío Manolillo. Pero decidme... decidme... ¿cómo sabéis vos que esa mujer... doña Clara... ama á Juan? ¿Quieres saberlo también? ¿Que si quiero? ¡! Pues bien, ven conmigo. ¿A dónde? A palacio. ¡A palacio! ¿y qué tengo yo que hacer en palacio? dijo con desdén la Dorotea. Verás lo que yo he visto, verás entrar á Juan en el aposento de doña Clara.

Ayela en silencio reza, y las leves cuentas pasa de un rosario de marfil con sus manos descarnadas, y á pesar de todo, hermosas, que cual al frio del alma, en convulsion persistente se agitan, y apénas bastan á sostener del rosario la ligerísima carga. Una candela en un nicho con su luz rojiza baña del reducido aposento las paredes blanqueadas, que, si aparecen desnudas, por su limpieza resaltan.

Este abrió de nuevo con la llave maestra la puerta, y sin cuidarse de cerrarla, llevó á obscuras á la Dorotea á la galería, á donde daba la puerta del aposento de doña Clara. Aquí es dijo el sargento mayor. ¿Y la puerta por donde ha de entrar? Esta. No se oye nada. Esperan, sin duda. ¡Oh! ¿y por qué no llamar? ¿por qué no entrar? Pero ¿estáis loca?

Palabra del Dia

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