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¡Pensar que este andrajo fué igual á la heroína de Homero en aquella tierra á medio civilizar, donde no abundan las mujeres!... ¿Qué dirían ahora los que tantas locuras hicieron por ella, si la viesen como yo la he visto?... Cuando llegó al hotel, Watson y su esposa acababan de volver de su paseo. Dos criados seguían á Celinda cargados con enormes paquetes: las adquisiciones de aquella tarde.

Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas, el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en otro tiempo habían sido alpargatas. Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca de nuestro literato, sin lograr hallarle.

Al ver á un mendigo, á un criminal, á un traidor, á un leproso, no puedo menos de exclamar: á ese hombre le ama su madre, le ama su esposa, le ama su hijo; y en aquel hombre miserable, en aquella criatura abyecta, en aquel andrajo de la vida, si así puede decirse, encuentro algo digno de respetarse.

Se doblaron sus rodillas, y cayó con la blandura de un paquete de ropas, chocando su cabeza primeramente con el duro brazo de un sitial de roble, yendo después, de rebote, á posarse sobre los almohadones del diván. El resto del cuerpo quedó como un andrajo sobre la alfombra. Hubo un largo silencio, interrumpido de tarde en tarde por quejidos de dolor.

Lo repito; esa media vara de lienzo; ese huérfano solo, abandonado y triste; ese desecho del orgullo del hombre, ese olvido del mundo, ese andrajo de nuestras culpas, vale tanto como la Vírgen.

Acabaron su vida las ropillas; no quedaba andrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras y cascotes, que dentro de poco tiempo tenía el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta, y no hallando remedio contra el granizo, viéndose sin santidad cerca de morir San Esteban, dijo que le dejasen salir, que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas.

Su boca apenas estaba cubierta con un hule, desprendido de las puntas; un andrajo negro con letras amarillas y borrosas. Feli leyó con algún trabajo: «Aparisi y Guijarro». Ese señor continuó Isidro fue famoso en vida. Pronunciaba en el Congreso discursos que duraban varias sesiones. Los curas de toda España, los devotos, las mujeres, aguardaban con impaciencia los periódicos para leerle.

Pero uno de ellos, que sin duda tenía instintos de caballero, se quitó de la cabeza un andrajo que hacía el papel de gorra y les preguntó que a quién buscaban. «¿Eres del señor de Ido?». El rapaz respondió que no, y al punto destacose del grupo la niña de las zancas largas, de las greñas sueltas y de los zapatos de orillo, apartando a manotadas a todos los demás muchachos que se enracimaban ya en derredor de las señoras.

Durante el nuevo silencio Robledo se habló mentalmente. «¡Y pensar que por este andrajo se mataron los hombres, lloraron tantas mujeres y sufrí yo angustias inmensas!...» Como si Elena adivinase sus pensamientos, dijo con humildad: Usted no sabe qué terribles han sido mis últimos años... Vino la guerra y se empeñaron en perseguirme, no permitiendo que viviese en París.

De vuelta á casa, ya anochecido, encontró, al doblar la esquina de la calle de Hita, un anciano mendigo y haraposo, con pantalones de soldado, la cabeza al aire, un andrajo de chaqueta por los hombros, y mostrando el pecho desnudo. Cara más venerable no se podía encontrar sino en las estampas del Año cristiano.