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Actualizado: 2 de junio de 2025


Pero el Tuerto, á quien el llanto de su padre y el recuerdo de sus hijos estaban martirizándole el alma, temiendo ceder al cabo al peso de la aflicción que ya enturbiaba sus ojos, al ver el poco efecto que en el patrón habían hecho las órdenes anteriores, ¡Larga! gritó con ruda y tremenda voz, dominando con ella los alaridos de tierra, y fijando su torva mirada en el viejo marino.

El amo sujetaba al perro, y á despecho de sus alaridos y convulsiones, le untamos bien todas las quemaduras. Luego, temblando de dolor, entró en su casa detrás del amo. Una de las mujeres que asistieron al lance, dijo algunas palabras á mi compañera, que la contestó en buen castellano: no la entiendo á usted.

La operación se llevó a cabo con la rapidez del relámpago, e inmediatamente salvajes alaridos resonaron por todas partes. Aquellas gentes, si hubieran podido moverse, habrían devorado a su compañero. Este, con los brazos cruzados sobre el pecho, los dientes clavados en la presa, los ojos bizcos mirando en todas direcciones, parecía no oír nada.

Pocos minutos después estaba en la calle, con su lío al brazo, en compañía de Bolina y Tremontorio. Los tres iban cabizbajos, taciturnos y caminando con repugnancia. Casi al mismo tiempo que ellos en la calle, aparecieron en sus respectivos balcones la mujer de Bolina, rodeada de sus nietos, y la del pobre Tuerto, sola, desgreñada y dando alaridos de desconsuelo.

Su sombra en las sombras de la pared, parecía ahora la de una bruja gigantesca; otras veces, multiplicándose por los saltos de la llama y por los saltos y contorsiones de la vieja, figuraba todo el infierno desencadenado; había momentos en que la sombra de la señorita de Ozores tenía tres cabezas en la pared y tres o cuatro en el techo, y se diría que de todas ellas salían gritos y alaridos, según lo que vociferaba doña Anuncia sola.

Felicita lanzó grandes alaridos. Acudió Telva, a medio vestir. De prisa, de prisa, acompáñame. La sirvienta dudó si sujetar por la fuerza a su ama; pero era tal el brillo que fosforecía en los ojos de Felicita, que Telva obedeció. Salieron a la calle. Llovía reciamente. Iban resguardadas bajo un enorme paraguas aldeano, de color violeta. Pero, ¿adonde vamos a estas horas?

Hay tiempo. Mi automóvil nos llevará en un instante. De pronto, una conmoción en todo el hotel: repiqueteo de timbres, alaridos de sorpresa de la doncella antipática, choque de puertas, voces de hombres. La doncella entró corriendo: Señora.... ¡Es el señor! No dijo más, pero la vieja lo adivinó todo. «El señor» sólo podía ser uno.

Eran alaridos prolongados y salvajes que cortaban como un grito de guerra el silencio misterioso: «¡Auuú!...» Y mucho más lejos, debilitada por la distancia, contestaba otra fiera exclamación: «¡Auuú!...» El payés hacía callar a su perro. Nada tenían de extraño estos gritos.

Cornelio salió del espacio iluminado por el fuego, se echó a tierra y apuntó. Iba ya a disparar, cuando entre los hornillos estallaron gritos agudos, a los que respondieron otros, cerca de los depósitos de trépang. No eran gritos de guerra o de triunfo, sino alaridos dolorosos. ¡Ah! exclamó Van-Horn . Los vidrios de las botellas destrozan los pies de los caníbales. ¡Fuego contra ellos!

Que cuando lleguen esas turbas crean que estamos desprevenidos; que intenten allanar la casa; que derriben la puerta. ¿Y nos marchamos? Opino que no. Aquí todo el mundo. Pues aquí todo el mundo. A la media noche, una turba tumultuosa, animada con todas las voces de un motín y todos los alaridos de una bacanal, invadía las calles de San Bernardino, del Duque de Osuna y del Conde-Duque.

Palabra del Dia

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