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Actualizado: 6 de junio de 2025


Muy bonitas esas calles nuevas con sus inmensas aceras; pero les falta algo para ser calles de ciudad: debían circular por sus aceras unas cuantas docenas de cocottes elegantes y hermosas; vendedoras de amor, que con cierto arte educasen á esa juventud habituada á la vida unisexual de Deusto y de la cofradía de San Luis.

Por primera vez se dio cuenta exacta de la soledad en que vivía. ¿Era posible continuar esta existencia de eremita? ¿Y cuando le sorprendiese la enfermedad? ¿Y cuando llegase la vejez?... A aquellas horas comenzaban las ciudades una nueva vida bajo los blancos resplandores de su alumbrado eléctrico; cortábase la circulación en las calles con la aglomeración de los coches; brillaban los escaparates, abríanse los teatros, sonaban las aceras bajo el gracioso taconeo de mujeres hermosas.

El calor era ya insoportable, y por la noche todo el vecindario se instalaba en las aceras, los chicos jugando, las mujeres charlando. Isidora hallaba en todo, casas, calle, gente, hombres, mujeres y chicos, un sello de grosería que su compañero de paseo no apreciaba como ella.

La estrechez de las aceras, obligando al transeúnte a contradanzar constantemente del arroyo a las baldosas, añadía nueva incomodidad a la molestia de la bulla, del mal olor y del polvo.

Pero había de ser en la calle, pues todos ellos sentían cierta repugnancia a empujar las cancelas, como si los cristales fuesen un muro infranqueable. Los largos años de sumisión y cobardía pesaban sobre la gente ruda al verse frente a sus opresores. Además, les intimidaba la luz de la gran calle, sus anchas aceras con filas de faroles, el resplandor rojo de los balcones.

De este período embrionario de su memoria, lo que mejor recordaba Isidro eran las gracias de Capitán, un perrillo feo y sucio, camarada de miseria de la familia. Les acompañaba en las meriendas en el campo y las comidas en las aceras.

Veía á los niños del pueblo ora sobre la hierba que crecía en las aceras de las calles, ya en los umbrales de las puertas de sus casas, jugando de la manera que les permitía su educación puritana, esto es: jugando á ir á la iglesia; ó á arrancar cabelleras en simulacro de combates con los indios; ó bien asustándose mutuamente con algo en que trataban de imitar actos de hechicería ó brujería.

Los serenos que dormitaban en las esquinas, sentados cerca de su linterna, se levantaban al oir el paso de los caballos, saludaban, y se iban a lo largo de las aceras perezosos y distraídos.... Los faroles mortecinos brillaban de trecho en trecho con luz rojiza en la obscuridad de las calles, como cirios en funeraria pompa. Unos cuantos minutos y estaría yo a la cabecera de la enferma.

Ana pensaba también en su Quintanar. Todo aquello era por él, cierto; era preciso agarrarse a la piedad para conservar el honor, pero ¿no había otra manera de ser piadosa? ¿No había sido un arrebato de locura aquella promesa? ¿No iba a estar en ridículo aquel marido que tenía que ver a su esposa descalza, vestida de morado, pisando el lodo de todas las calles de la Encimada, dándose en espectáculo a la malicia, a la envidia, a todos los pecados capitales, que contemplarían desde aceras y balcones aquel cuadro vivo que ella iba a representar?

Cuando la voz del tenor terminó la última romanza y sus lamentos se perdieron en las bóvedas apostrofando a la ciudad deicida, «Jerusalén, Jerusalén», la muchedumbre se esparció, deseando cuanto antes volver a las calles, que tenían aspecto de teatro con sus focos eléctricos, sus filas de sillas en las aceras y sus palcos en las plazas.

Palabra del Dia

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