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Actualizado: 6 de junio de 2025


Corrían las señoras á refugiarse en San Nicolás, y los curiosos de las aceras, huyendo de los disparos, se arrojaban de cabeza dentro de los cafés, rompiendo cristales y volcando sillas y mesas. En un momento se formó un gran vacío en la plaza, quedando sembrado el suelo de garrotes, sombreros y boinas. Algunos heridos se arrastraban, manchando de sangre el suelo del paseo.

Bajo los faroles, al borde del arroyo, las chulas y los granujas voceaban periódicos y décimos de lotería. Al atravesar de unas a otras aceras, las mujeres se levantaban la falda, más cuidadosas algunas de enseñar el pié que de resguardar los bajos.

Pasaron a lo largo de un jardín. A un lado, frente al río, grandes edificios y aceras con arcadas, bajo las cuales hormigueaba la muchedumbre jornalera. Subieron una cuesta, y en lo alto de ella vieron extenderse un palacio con los muros de color de rosa. Más allá se abría una plaza blanca con un jardín en el centro.

Entre una y otra representación tocaban las músicas alegres polcas, y la granujería de siempre, agarrada de un modo repugnante, improvisaba academias de baile en las aceras, chocando muchas veces contra las mesas donde las buenas mozas de vestido almidonado, pañuelo de seda y cara bravia vendían garbanzos tostados, orejones y ciruelas pasas.

Parecían nacer niños de entre los guijarros del pavimento: bulliciosas bandas ocupaban las aceras, entregándose a sus juegos con la libertad de un villorrio.

Siempre que hacía algo en beneficio de ella, el pobre señor se crecía y se hinchaba; que hay muchas especies de orgullo. Iban silenciosamente por la calle, él delante, ella detrás, porque la estrechez de las aceras no les permitía caminar juntos. Cuando llegaron, Melchor estaba en casa.

A las once y media de la mañana abandonaba al nieto, y calándose un sombrero de copa, de seda negra en invierno y de castor en verano, salía a dar un paseo por las calles de Palma, siempre por igual sitio e idénticas aceras, lo mismo cuando llovía que cuando abrasaba el sol, insensible al frío y al calor, puesto de levita en todo tiempo, siguiendo su marcha con la regularidad de los autómatas de reloj, que aparecen, caminan y se ocultan al sonar ciertas horas.

Las puertas vomitaron negras oleadas de gente que, al desparramarse por las aceras, respiraba con delicia el aire puro de la noche, y en pocos momentos la ancha nave quedó vacía. Algunos exaltados elogiaban el sermón. Es un padre nuevo. No le conocía. Ni yo: ¡qué valiente ha estado! Es de los finos. ¡Ojalá hubiera muchos así en los pueblos!

Algunos pacíficos ciudadanos, en mangas de camisa, subidos en mesas colocadas a lo largo de las aceras, se dedicaban a tapiar las ventanas de sus casas con grandes trozos de madera y con jergones; otros hacían rodar delante de las puertas cubas de agua. Aquel entusiasmo reanimó a Hullin.

Otras mañanas se dirigía al jardín de la ribera de Chiaia por los mismos lugares que había pisado yendo con Freya. Esperaba verla aparecer de un momento á otro. Todo lo que le rodeaba tenía algo de ella. Arboles y bancos, aceras y candelabros eléctricos, la conocían perfectamente, por hallarse en su camino habitual.

Palabra del Dia

irrascible

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