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Ahora la veleta de su fervor apuntaba del lado de la Compañía, y no sabía ir a parte alguna sin el Padre Urizábal, un vasco, compatriota del glorioso San Ignacio, méritos que bastaban para que Dupont se hiciese lenguas de él.

Y con repentino entusiasmo, olvidando su enojo, comenzó a explicar con una delectación de artista la ceremonia del día anterior en la iglesia de los que él, por antonomasia, llamaba los Padres. Primer domingo del mes: fiesta extraordinaria. El templo lleno: los oficinistas y trabajadores de la casa Dupont hermanos estaban con sus familias; casi todos (¿eh, Fermín?), casi todos: muy pocos faltaban. Había pronunciado el sermón el padre Urizábal, un gran orador, un sabio que hizo llorar a todos; (¿eh, Montenegro?) ¡a todos!... menos a los que no estaban. Y después, había llegado el acto más conmovedor.

Había recibido una excelente enseñanza de los Padres de la Compañía. «Su fondo era bueno», como decía don Pablo cuando le hablaban de las calaveradas de su primo. El padre Urizábal, abrió el libro que llevaba sobre el pecho, el Ritual Romano, y comenzó a recitar la Letanía de los Santos, la Letanía grande, como la titulan las gentes de la iglesia.

La señora viuda de Dupont enternecíase viendo la humildad, la gracia cristiana con que su Pablo cambiaba de sitio el misal o manejaba las vinajeras. ¡Un hombre que era el primer millonario de su país, dando a los pobres este ejemplo de humildad para los sacerdotes de Dios; sirviendo de acólito al padre Urizábal!

Mientras tanto, el resto de la procesión seguía respondiendo, con irónica tenacidad, su Ora pro nobis. ¡A spiritu fornicationis! dijo el padre Urizábal. Libera nos, Domine contestaron compungidos Dupont y todos los que entendieron esta súplica al Altísimo, mientras una mitad de la procesión rugía desde lejos: Nooobis... obis.

Claro es que todos somos hijos de Dios, y que los buenos gozarán igualmente de su gloria: pero mientras vivimos en la tierra, el orden social que viene de lo alto, exige que existan jerarquías y que éstas se respeten sin confundirse. Consulta el caso con un sabio, pero un sabio de verdad; con mi amigo, el Padre Urizábal o algún fraile eminente, y verás qué te contesta: lo mismo que yo.

Porque quieren mucho al amo, y ha bastado que les dijese yo de parte de don Pablo lo de la fiesta, pa que los pobrecitos se quedasen voluntariamente sin ir a sus casas. La voz de Dupont llamando a su ilustre amigo el padre Urizábal hizo que éste abandonase al capataz, dirigiéndose a la iglesia, escoltado por don Pablo y toda su familia.

Amen contestó Dupont con el rostro contraído, haciendo esfuerzos para que no le saltasen las lágrimas. El padre Urizábal empuñó el hisopo, humedeciéndolo en el calderillo y se irguió como para dominar mejor la extensión de viñas que abarcaba su vista desde la explanada. Asperges... y musitando entre dientes el resto de la invocación, echó delante de él una rociada en el espacio.

El señor Fermín que iba a la cabeza de la procesión, estaba ya en mitad de la cuesta, cuando apareció en la entrada de la capilla el grupo más interesante; el padre Urizábal, con una capa de claveles rojos y dorados deslumbrantes, y junto a él Dupont, empuñando su cirio como una espada, mirando a todos lados imperiosamente, para que la ceremonia marchase bien y no la desluciera el menor descuido.