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Imagina, sin que nadie se lo quite de la cabeza, por no conocer sin duda lo de tiempo que se gasta, lo de papel que se embadurna y lo de afanes que se producen con nuestro complicado expedienteo, que las horas de oficina transcurren en amenas pláticas, fumando los oficinistas exquisitos puros y regalándose con frecuentes piscolabis.

Señor, sírvase usted ir al mostrador, y señalaba á un mostrador que estaba á la izquierda de la puerta principal, ocupado por dos señoras sentadas. Estas señoras eran las oficinistas. Me llegué á la que se hallaba más próxima á nuestra mesa, cogió la targeta sin mirar, sumó con la velocidad del relámpago, y estampó la suma y un sello con tinta encarnada.

Entramos, saludamos, nos miraron dos oficinistas de arriba abajo, no creyeron que debían contestar al saludo, se pidieron mutuamente papel y tabaco, echaron un cigarro, nos volvieron la espalda, y a una indicación mía para que nos despachasen, en atención a que el Estado no les pagaba para fumar sino para despachar los negocios: Tenga usted paciencia respondió uno, que aquí no estamos para servir a usted.

Pero monsieur de Sans-délai se daba a todos los oficinistas, que es como si dijéramos a todos los diablos. ¿Pues para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega, en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor?

Continuó Watson la marcha hacia su casa; pero á los pocos pasos hizo alto para responder al saludo de un hombre todavía joven, vestido con traje de ciudad, y que tenía el aspecto especial de los oficinistas. Llevaba anteojos redondos de concha, y sostenía bajo un brazo muchos cuadernos y papeles sueltos.

El honor militar tal como había venido entendiéndose á través de los siglos lo desconocían también sus generales. Estos especialistas del incendio de poblaciones, estos técnicos del fusilamiento de campesinos, estos artífices del terror, al ver próximo el desastre, se marchaban tranquilamente á sus castillos, como oficinistas que abandonan el trabajo.

No; esos son oficinistas o propietarios. En una palabra, duermen despiertos. ¿Cómo hace aquel original para llevar hace diez años el mismo frac, abrochado siempre del mismo modo, los mismos guantes, el mismo pañuelo blanco al cuello con el mismo lazo, el mismo pantalón, la misma postura de sombrero?... ¿No se desnuda ese hombre? ¿No envejece? Ese es el judío errante. ¿De qué habla don Cosme?

De manera que el personal del establecimiento consta del jefe, de tres contralores, cuatro señoras oficinistas, diez cocineras, veinticinco criados y multitud de dependientes, hasta el número de ciento diez individuos.

Y con repentino entusiasmo, olvidando su enojo, comenzó a explicar con una delectación de artista la ceremonia del día anterior en la iglesia de los que él, por antonomasia, llamaba los Padres. Primer domingo del mes: fiesta extraordinaria. El templo lleno: los oficinistas y trabajadores de la casa Dupont hermanos estaban con sus familias; casi todos (¿eh, Fermín?), casi todos: muy pocos faltaban. Había pronunciado el sermón el padre Urizábal, un gran orador, un sabio que hizo llorar a todos; (¿eh, Montenegro?) ¡a todos!... menos a los que no estaban. Y después, había llegado el acto más conmovedor.