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Mucho más práctico, según ella, era dejar todo ese lío del casamiento y del viaje de novios para más adelante, ocupándose por el pronto en realizar, con todos los requisitos que aseguraran el éxito, el conjuro del rey Samdai.

Díjole que desde que el Rey Samdai le señaló la mujer única, para que le siguiera y de ella se apoderara, anduvo corriendo por toda la tierra. Más él caminaba, más delante iba la mujer, sin poder alcanzarla nunca. Andando el tiempo, creyó que la fugitiva era Nicolasa, que con él vivió tres años en vida errante. Pero no era; pronto vio que no era.

Encima de la mesa, pero sin tocar a ella, como suspendido en el aire, había un montón de piedras preciosas, con diferentes brillos, luces y matices, encarnadas unas, azules o verdes otras. ¡Jesús, qué preciosidad! ¿Acaso Doña Paca, más hábil que ella, había efectuado el conjuro del rey Samdai, pidiéndole y obteniendo de él las carretadas de diamantes y zafiros?

Repitió Almudena las fórmulas y reglas del conjuro, añadiendo descripción tan viva y pintoresca del Rey Samdai, de su rostro hermosísimo, apostura noble, traje espléndido, de su séquito, que formaban arregimientos de príncipes y magnates, montados en camellos blancos como la leche, que la pobre Benina se embelesaba oyéndole, y si a pie juntillas no le creía, se dejaba ganar y seducir de la ingenua poesía del relato, pensando que si aquello no era verdad, debía serlo. ¡Qué consuelo para los miserables poder creer tan lindos cuentos!

Le había inventado ella, y de los senos obscuros de la invención salía persona de verdad, haciendo milagros, trayendo riquezas, y convirtiendo en realidades los soñados dones del Rey Samdai ¡Quia! Esto no podía ser.

El señor Samdai tenía que hablarle, para lo cual era preciso que se fuese mi hombre al Matadero por la noche, que estuviese allí quemando ilcienso, y rezando en medio de los despojos de reses y charcos de sangre, hasta las doce en punto, hora invariable de la entrevista.

Un poco de superstición, un mucho de ansia de fenómenos estupendos y nunca vistos, y otro tanto de curiosidad, la impulsaron a pedir al marroquí explicaciones concretas de su ciencia o arte de magia, pues esto había de ser seguramente. Díjole el ciego que todo consistía en saber el arte y modo de pedir lo que se quisiera a un ser llamado Samdai. «¿Y quién es ese caballero? El Rey de baixo terra.

El séquito de Samdai era tan vistoso y brillante que deslumbraba. Como le preguntara la Petra si no venía también Su Majestad la Reina, quedose un momento parado el narrador, recordando, y al fin dio cuenta de que vido también a la señora del Rey, pero con la cara muy tapada, como la luna entre nubes, y por esta razón Mordejai no pudo distinguirla bien.

Díjole que entre todos los secretos de que por favor de Dios era depositario, había uno que no pensaba confiar más que a la persona que fuese dueña de todo su cariño; y como esta persona era ella, la mujer soñada, la mujer prometida por el soberano Samdai, a ella sola revelaba el infalible procedimiento para descubrir los tesoros soterrados.

Tres meses estuvo enfermo Mordejai después de este singular suceso, y no comía más que agua y harina de cebada sin sal. Quedose tan flaco que se contaba al tacto todos los huesos, sin que se le escapara uno en la cuenta. Por fin, arrastrándose como pudo, emprendió su camino por toda la grandeza del mundo en busca de la mujer que, según dicho del divino Samdai, era suya.