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Fanfarrones y pendencieros, sus disputas momentáneas iban siempre sazonadas de interjecciones coloradas, y acababan por burlas ó anécdotas picantes. Cada una de sus frases tenia por adorno indispensable aquella palabra española tan expresiva, de sentido vago, y que no puede copiarse en ningún escrito sin escandalizar.

Este empeño no podía ser más natural ni más propio de las mujeres. ¿Cuántas de ellas no han soñado con traer o han traído, ya herejes o paganos al gremio de la cristiandad, ya desaforados criminales a una vida penitente, y ya a la templanza, a la paz y a las costumbres morigeradas a hombres crapulosos, jugadores y pendencieros? La tentación de Rafaela era difícil de vencer.

Las cuadrillas de mineros y operarios traídas de otros puntos alojaban en casa de los labradores de Carrio, Entralgo y Canzana y dejaban allí parte de su salario. Verdad que los huéspedes no eran cómodos. Agresivos, pendencieros, alborotadores, tenían siempre con el alma en un hilo á los vecinos.

Mas léjos pasa un grupo de hermosas madrileñas, de majestuoso andar, fisonomías graves y cabezas de reinas, cubiertas todas con las opulentas mantillas nacionales; y ese grupo aristocrático hace contraste con otro de toreros andaluces que celebran los golpes de la última corrida, burlones, pendencieros, rumbosos, petulantes y simpáticos al mismo tiempo; llamando la atencion por sus fachas vigorosamente varoniles, sus negras y abundantes patillas y el conjunto curioso del sombrero calañés, redondo y recogido sin alas como un bonete de felpa ó paño, la chaqueta de paño cuajada de bordados y botones lucientes, la ancha faja roja ó azul en la cintura, el calzon corto, y el botin prolongado hasta la corva en polainas labradas, con borlas de menudas correitas.

Las pisadas y el relinchar de los caballos, los gritos de los vendedores ambulantes, el choque de las armas, las voces de borrachos pendencieros, las carcajadas de hombres y mujeres, todo aquel clamor se elevaba y se cernía, como la neblina en el pantano, sobre las calles obscuras y atestadas de la gran ciudad.

Tan profundamente entran estos hábitos pendencieros en la vida íntima del gaucho argentino, que las costumbres han creado sentimientos de honor y una esgrima que garantiza la vida. El hombre de la plebe de los demás países toma el cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo desenvaina para pelear, y hiere solamente.

El obrero, el habitante de los arrabales y el ganapan de las calles y del puerto, al contrario, son ásperos en todo, de mala índole, de instintos pendencieros y brutales.

Nadie te desprecie. 1 Amonéstales que se sujeten a los príncipes y potestades, que obedezcan, que estén prontos a toda buena obra. 2 Que a nadie infamen, que no sean pendencieros, sino modestos, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres. 4 Pero cuando se manifestó la bondad del Salvador nuestro Dios, y su amor para con los hombres,