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Dos años ha, Babur, emperador de los mongoles, se apoderó de Lahor desde donde amenazaba conquistar con rapidez toda la India; pero Babur ha tenido que abandonar a Lahor para vencer a los rebeldes que pugnan por desbaratar todo su imperio. Bactra, Kiva, Bokara, y hasta su misma capital Samarcanda se han levantado contra él.

Tiburcio cabalgaba al lado de Morsamor y se lo explicó todo. Aquellos hombres eran los mongoles. Babur, su monarca, apaciguados ya sus vastos dominios, había caído como el rayo sobre la India. Acababa de reconquistar a Lahor y se había apoderado luego de Delhí y de Benarés, la ciudad santa, donde le habían dicho que Balarán se había declarado Brahmatma.

Una multitud rumorosa y apiñada, donde domina el tono pardo y azulado de los trajes, circula sin cesar; el polvo lo envuelve todo en una nevada amarilla; un hedor acre se respira en el aire; y a cada momento largas caravanas de camellos atraviesan la multitud, conducidos por mongoles sombríos vestidos de pieles de carnero...

Se entabló animada conversación entre Ah-Fe y sus hermanos mongoles, una de esas conversaciones características, parecidas a una disputa por sus precipitados chillidos, que hacen la delicia y provocan el desprecio de los inteligentes europeos, que no comprenden una sola palabra de aquellas elucubraciones.

Todo se me figuró ser negro; las chozas, el suelo cenagoso, los canes hambrientos y el populacho abyecto. Regresé a mi albergue, donde arrieros, mongoles y criaturas piojosas, me miraban con asombro. Tiene vuestra merced razón. Es mala ralea. Mas no hay peligro; yo maté, antes de partir, un gallo negro, y la diosa Kaonine debe estar contenta.

Mis kaulíes, asustados, batían las mandíbulas de terror; y los dos cosacos que me acompañaban, impasibles, fumaban sus pipas con los sables desnudos puestos sobre las rodillas. El viejo hostelero de lentes redondos, una vieja andrajosa que yo había visto en el patio echando al aire una cometa de papel, los arrieros mongoles, las criaturas piojosas, todos desaparecieron.

La corte celestial resulta una corte más corrompida que las de aquellos autócratas que la historia ha condenado; la corte de los Khanes, los Sultanes, los Emperadores bizantinos, mongoles, persas, tártaros, todos los bárbaros que han abusado de la humanidad y que han personificado la injusticia y justificado la revolución y las matanzas.

Sólo Tiburcio de Simahonda, con cuatro soldados que le escoltasen, todos en buenos y ligeros caballos, debía seguir adelante, como explorador, para ver si hallaba no muy largo y seguro camino por donde todos pudiesen ir a la corte del gran monarca de los mongoles, Babur, si este había apaciguado ya sus dominios, si se hallaba en alguna ciudad menos distante que la remota Samarcanda, y si concedía su favor y la esperanza de una recepción amistosa.

Como curioso accidente, que no debe omitirse aquí, haremos constar que la tropa de Morsamor partió reforzada por seis mongoles que se resolvieron a seguirle, movidos de afecto a España y de vivo deseo de ver aquella tierra distante. No parecerá el caso inverosímil si decimos que dos de los mongoles se apellidaban Pérez, dos Fernández y Jiménez otros dos.

Así el turco, aliviado del temor que esas naciones debieran inspirarle, puede hacer cara a Babur y a sus mongoles.