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Don Íñigo se dejó besar la diestra como idiotizado; una nevada de ancianidad había caído de pronto sobre él, enfriando para siempre el último calor de su intelecto. Su chupado rostro estaba a trechos amarillo y a trechos moreno, como los limones que se resecan.

Ningún precipicio le espanta, ninguna pendiente nevada le asusta; trepa en dos brincos por fragosidades vertiginosas que el cazador más valiente no se atrevería á escalar: colócase de un salto en rebordes menos anchos que sus cuatro patas, reunidas en un solo soporte, y aunque es animal terrestre, parece alado.

Así es que los montes, rugosidades relativamente insignificantes en la superficie del globo, sencillos obstáculos, que el hombre puede atravesar en un día, tienen gran importancia histórica como fronteras naturales entre naciones diversas. Ese papel en la vida de la humanidad, menos lo deben á la falta de caminos, á lo fragoso de sus vericuetos, á su zona nevada y de rocas infecundas, que á la diversidad y á veces á la enemistad de las poblaciones domiciliadas en las dos opuestas faldas. La historia de lo pasado nos enseña que todo límite natural, colocado entre pueblos por un obstáculo difícil de salvar, montaña, meseta, desierto ó río, es al mismo tiempo frontera moral para los hombres. Como en los cuentos de hadas, se fortificaba con invisible muro, erigido por el odio y el desprecio. El hombre que llegaba allende los montes, no era sólo un extranjero, sino un enemigo. Odiábanse los pueblos, pero á veces un pastor, mejor que todos los de su raza, cantaba bajito algunas palabras de cándido afecto, mirando por encima de la montaña.

La imprudencia era grande, pero aquel general tuvo suerte, porque si la terrible nevada que cayó al día siguiente de estar en Elizondo cae antes, hubieran quedado la mitad de las tropas entre la nieve. El general pidió víveres a Francia, y gracias a la ayuda del país vecino, pudo dar de comer a su gente y preparar alojamiento.

A contener este alboroto, salieron de aquella ciudad 600 hombres tumultuariamente dispuestos, los mas del pais, y entre ellos algunos europeos y á pocas leguas que anduvieron, avistaron al rebelde en el paraje llamado Sangarara, con un considerable trozo de indios y mestizos de aquella comarca: y como al mismo tiempo esperimentasen una cruel nevada, se refugiaron en la iglesia; y mas poseidos del miedo, que resueltos á acometer al enemigo, le despacharon un emisario que le preguntase cual era su intento, y el motivo que habla tenido para levantar gente y turbar la tierra: y la respuesta fué, que todos los americanos pasasen luego á su campo, donde serian tratados como patriótas, pues solo queria castigar á los europeos ó chapetones, corregidores y aduaneros.

Y es el casó que así lo hizo, y sólo cuando por ser ya los fragmentos muy pequeños le fue imposible hacer una nueva división, abrió la mano, y envolvió a los transeúntes en aquella nevada intempestiva; hecho esto volvió a reírse en mis barbas y cerró la ventana, mientras una importuna ráfaga de viento me traía un fragmento de mi carta y una muestra con él de mi elocuencia. ¿A qué no imaginas cuál era? ¡Pues nada menos que aquel que contenía la palabra ridículo!

Unos se iban y otros ocupaban sus puestos; pero se diría que siempre eran los mismos; tal semejanza había entre ellos, al fulgor de la luz eléctrica, en medio del ruido incesante y del olor de los perfumes y del vino. No de otra manera, durante una nevada, caen ante los cristales de una ventana iluminada millares de copos de nieve.

En fin, que si no arreglaba el conflicto la nevada, había para volverme tarumba y tener por cuerda y resignada a la mujer gris en sus recientes apuros. Por lo pronto, y esto me calmaba algo las inquietudes, había muchas horas por delante; se vería qué rumbos iba tomando y cómo se portaba el temporal insinuado, y qué marcha seguía durante la mañana la agravación de mi tío.

El fue quien hizo descubrir al famoso caudillo Aben-Djahvar, por medio de espantosos tormentos, dos escondites de armas en Sierra Nevada. En el paso de Alfajarali recibió en medio de la frente el puntazo de un cuchillo corvo que un morisco, de aquellos que peleaban coronados de rosas en señal de martirio, le arrojó desde lejos.

En las ancas del caballo Cada cual lleva su bella, El que ufano con su carga Bate el suelo con sobérbia, Mientras que el viento levanta La nevada pañoleta, Que acaricia las mejillas Del ginete á quien estrecha Tal vez por no resbalar... Quizá de puro coqueta.