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A esto dijo el ventero que se engañaba; que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido.
No tener derecho a entrar en el ayuntamiento. Pasar cerca de un guardia municipal, y no poder decirle: «Juan, ve a la fuente de la Rabila y no consientas que las criadas frieguen allí las herradas.» Ver un picapedrero trabajando en la calle y no tener facultades para ordenarle que calque más o menos las piedras, que suba o baje la rasante. Sentía frío intenso a los pies.
Por el día, las constantes lluvias del país y la severidad de su padre reteníanlas en casa limpiando las habitaciones y barriéndolas ó recosiendo la ropa blanca. En los momentos en que cesaba la lluvia, solía salir en almadreñas hacia el río ó la fuente con Pepa. Allí se juntaban algunas mozas de la vecindad con sus jarros de barro oscuro y sus herradas relucientes, y mientras la fuente llenaba con pausa las herradas, retozaban las mozas y se decían chistes toscos y cándidos.
Demetria se dirigió en silencio al sitio de las herradas, tomó una y fué hacia la puerta. Pero antes de llegar se volvió, acercóse á Felicia que seguía sollozando, separó sus manos del rostro y estampó en él un largo y nuevo beso. ¿Llegaría por casualidad aquel beso al corazón? Sí, sí; no hay duda que llegó. D.ª Beatriz tuvo noticia de ello en seguida.
Del centro de la campana bajaba una gruesa cadena negra, en cuyo garfio final se enganchaba un caldero. A un lado de la chimenea, había un banquillo de piedra, sobre el cual estaban en fila tres herradas con los aros de hierro brillantes, como si fueran de plata.
Palabra del Dia
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