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A la Regenta le temblaba el alma con una emoción religiosa dulce, risueña, en que rebosaba una caridad universal; amor a todos los hombres y a todas las criaturas... a las aves, a los brutos, a las hierbas del campo, a los gusanos de la tierra... a las ondas del mar, a los suspiros del aire.... «La cosa era bien clara, la religión no podía ser más sencilla, más evidente: Dios estaba en el cielo presidiendo y amando su obra maravillosa, el Universo; el Hijo de Dios había nacido en la tierra y por tal honor y divina prueba de cariño, el mundo entero se alegraba y se ennoblecía; y no importaba que hubiesen pasado tantos siglos, el amor no cuenta el tiempo; hoy era tan cierto como en tiempo de los Apóstoles, que Dios había venido al mundo; el motivo para estar contentos todos los seres, el mismo.

La juerga tenía entonces entre nosotros un sentido heroico que la ennoblecía.

Mario era un joven delgado, no muy correcto de facciones, los labios y la nariz grandes, los ojos pequeños y vivos, el cabello negro, crespo y ondeado, la tez morena. Una frente alta y despejada era lo único que prestaba atractivo y ennoblecía singularmente aquel rostro vulgar.

Acaso aquel amor que subyugaba mi alma, aquel sentimiento inefable que ennoblecía mi espíritu y dirigía mis pensamientos hacia los propósitos más nobles, sería pasajero como la vida de aquellas flores que no bien fueran arrancadas del tallo se doblarían pálidas y mustias. ¡Sería cierto que el amor de Angelina estaba destinado a vivir eternamente! ¿Sería verdad lo que me dijo la joven, que pronto la olvidaría?... No, que la amaba yo con todo mi corazón, con toda la energía de mi alma.

La curiosidad pecaminosa con que ella había mirado siempre a las vulgares mozas del partido, que se hacía enseñar, aquí se multiplicaba y como que se ennoblecía; y Emma quería adivinar olfateando, tocando, viendo, oyendo de cerca la historia íntima de los placeres y aventuras de la mujer galante y artista.

Su fantasía transfiguraba y ennoblecía a los autores de los versos que se sabía de memoria. En vano le decían, por ejemplo, mostrándole un poeta sucio, grosero y malhablado: «

Ramiro, cuya herida comenzaba a guarecer, hallábase sentado junto a la ventana que abría sobre el valle. El hombre entró lentamente y se detuvo ante él. Por primera vez le veía llegar con espuelas. Era lo único que denunciaba para el oído su andar silencioso. Melancólica arrogancia ennoblecía todo su porte, y sus gestos eran varoniles y refinados. Voy a dejarte exclamó.

Nada diría yo si creyese su determinación enteramente nacida de fervor religioso; pero yo me atormentaba y aún me atormento sospechando que la desesperada soberbia de mi hija y la lucha interior entre el respetuoso cariño que me tenía y me debía y el pésimo concepto que de formaba, la habían llevado a sacrificarse. Aun así la grandeza del sacrificio la ennoblecía a mis ojos.