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Acredita el dicho que las carabelas disponían de piezas de mayor calibre que los dos ribadoquines entregados por Narváez, pues que éstos no se comprendían en el nombre general de lombardas, aplicado á las grandes.

Pecado no dijo ni oyó más; sacó de la cintura una navajilla, cortaplumas o cosa parecida, un pedazo de acero que hasta entonces había sido juguete, y con él atacó a Zarapicos. Del golpe, el infeliz chiquillo cayó seco. ¡Hombres ya! Silencio terrorífico. Los muchachos todos se quedaron yertos de miedo. Al principio no comprendían la realidad abominable del hecho.

«Las personas que estuvieron presentes decían, y dicen todavía, que no comprendían cómo no había oído los gritos que todas ellas lanzaban, ni visto sus ademanes desesperados. Uno de esos vértigos que sufría en el último año, sería la explicación de lo sucedido, si yo no supiera... »Lo embargaba una mortal tristeza.

En sus ademanes, en su conversación, en su modo de vestir, de presentarse y hasta de andar, era tan sencillo Juan Maury y carecía tanto de afectación y estudio, o los disimulaba tan bien, que las personas ordinarias no caían en la cuenta de su aristocrática y natural distinción, y sólo las personas que, si no tenían la misma distinción, eran dignas y capaces de tenerla, comprendían y estimaban en todos sus quilates la del inglesito: pero ni a unas ni a otras personas deslumbraba él ni hería o lastimaba con elegancias de relumbrón.

Ella le apreciaba; se creía muy honrada con merecer su atención; no entendía de amoríos, pues sólo los había visto en las novelas; pero le permitía seguir hablando con ella, como amigos más que como novios, y si el tiempo demostraba que sus caracteres se comprendían y compenetraban, entonces.... El rubor de la joven completó sus palabras.

Comprendían a todos los afligidos en una misma compasión. Su viva caridad se informaba menos de la culpa que de la desgracia, y por eso encantaban con sus consuelos la agonía de los moribundos y la tristeza de los prisioneros; y si el inocente les era querido, no odiaban al culpable. ¿Acaso el crimen no necesita también la piedad?

Si por su traje pobrísimo, lleno de remiendos y zurcidos, por sus alpargatas rotas, no comprendían ellos la diferencia entre una cocinera jubilada y una señora nacida de marqueses, pues bien pudiera esta vestirse de máscara, en otras cosas no cabía engaño ni equivocación: por ejemplo, en el habla.

Los ojos de Quilito decían: ¡Qué bonita es! ¿Por qué hemos de estar a mal con ellos? Y Susana parecía querer decir: Dile a la tía Casilda y al tío Pablo Aquiles de mi parte que les quiero mucho, mucho, mucho; ¿por qué ha de haber diferencias entre nosotros, si hemos simpatizado tanto? Y sin hablar nada de esto, se comprendían en la mirada expresiva, en el acento cariñoso, en el gesto amable.

¿Pero el conde no te trae muchos juguetes? ¿no te lleva en coche a la Granja? ¿no te ha comprado el trajecito de charra? ... pero no es mi padrino. Los del grupo acogieron con risa esta respuesta. Comprendían que la niña mentía. Don Pedro no era hombre para inspirar afecto muy vivo a nadie. Pues yo creo que el conde también es tu pa...drino.

Los dos hombres armados, al oir que se entendían en una lengua que ellos no comprendían, entraron en sospechas. ¿Qué habláis? dijo uno, retrocediendo y preparando el fusil. No tuvo tiempo de hacer nada, porque Martín le dió un garrotazo en el hombro y le hizo tirar el fusil al suelo, Bautista y el extranjero forcejearon con el otro y le quitaron el arma y los cartuchos.