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Lo que ellos, obstinados en sus vicios y errores no ejecutaron, emprendieron los PP. Ignacio de Medina y Andrés de Luján el año de 1653 entrando á reducir á la fe aquellas naciones; pero aunque aplicaron su fervor más intenso, no lograron sino las almas de algunos niños y adultos moribundos, y armándose contra ellos secreta conjuración de los bárbaros, hubieron de retirarse.

Mezclóse diversamente por todo el campo, el llanto con la alegría, el contento con la tristeza. Sonaban los aires con el estruendo de las trompas i de los atambores que celebraban el buen suceso de las armas de Taric, i resonaban las quejas de los heridos i moribundos.

Sabía, no obstante, que la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén repetíase diariamente en un sentido místico; que el divino Señor gozaba más entrando en el alma de sus escogidos que en la ingrata hija de Sión; que el amor era poderoso contra el dueño absoluto de todas las cosas y tenía placer en entregarse a quien se lo profesaba. Mas para ello era necesario amarle mucho, amarle de tal modo que se prefiriesen los dolores y tormentos venidos de su mano a los deleites más exquisitos de la tierra, amarle hasta desfallecer y morir en su presencia y caer rendida a sus pies bajo el imperio de su mirada; era necesario pasar largas horas buscándole en las profundidades del cielo, en el sosiego de la tarde, en la hermosura de las flores, de los pájaros y de todas las criaturas, al lado de los moribundos, en el centro de los dolores y penitencias; era necesario dejar correr las horas en extática oración, sintiendo resbalar las lágrimas y quemar las mejillas; era necesario obedecer a todos, ser la sierva humilde de todos, despegarse de todo lo criado, hasta de sus mismos padres, y aborrecerse a misma para ser la amada de Jesús. ¡Así, así le amaba ella! ¡Cuántas horas del día y de la noche había pasado pensando en

A pesar de la prohibición, uno de los carruajes se libró de su cargamento de heridos. Tal era el estado de éstos, que los médicos los aceptaron, juzgando inútil que continuasen su viaje. Quedaron en el jardín tendidos en las mismas camillas de lona que ocupaban dentro del vehículo. A la luz de las linternas, Desnoyers reconoció á uno de los moribundos.

»Al contemplar yo esta mañana a Magdalena adornada de esa suprema belleza que los últimos fulgores de la vida prestan a los moribundos, pensaba: » ¡Oh! esa belleza, esas miradas y esa sonrisa iluminadas por un amor profundo, todo eso, ¿no es el alma?... ¿Y acaso puede morir el alma? »Y no obstante, Magdalena morirá.

Entonces esto que creyeron que iba á ser la muerte fué precisamente su salvación. Moribundos hay que vuelven á la salud merced á ciertos medicamentos fuertes. Tantos sufrimientos se colmaron con los insultos, y el aletargado espíritu volvió á la vida.

Pero en lo que más se placía su alma fervorosa era en acudir prontamente al lado de los moribundos, en permanecer clavado junto a su lecho, exhortándoles al arrepentimiento, sosteniendo su confianza en Dios hasta que exhalaban el último suspiro.

Misterioso como nunca pareciole ahora el extraño monumento dorado y azul de los Mártires. Bajó a la cripta. La milagrosa imagen estaba rodeada de cirios ardientes. Dos mujeres, echadas de pechos en el suelo, gemían hacia un rincón, cubiertas completamente por sus mantos, haciendo pensar en dos enormes murciélagos moribundos.

Cerca del Moral había cuatro o cinco montecillos de arena, llamados con propiedad los Arenales, que heridos por los moribundos rayos del sol brillaban como grandes topacios. Ni el más leve ruido turbaba el silencio del gabinete, que en aquel momento semejaba, por lo sombrío y recogido, un gran confesonario.

Sentía la certeza del triunfo, la corazonada de las tardes gloriosas. La corrida fue accidentada desde su principio. El primer toro «salió pegando» con gran acometividad para las gentes de a caballo. En un instante echó al suelo a los tres picadores que le esperaban lanza en ristre, y de los jacos dos quedaron moribundos, arrojando por el perforado pecho chorros de sangre obscura.