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El día siguiente a las once, Amparo estaba en mi gabinete, donde Mauricio había servido la mesa. Mientras Amparo se quitaba el manto con una hechicera confianza, Mustafá, que sin disputa era mi amigo, sentado enfrente de , meneaba lentamente la lanuda cola y me miraba de hito en hito.

Yo me hallaré aquí para socorrerla y animarla. No le queda á usted más amparo que yo. Piénselo usted bien. Adiós. La decisión de aquel hombre desconocido, insinuado tan novelescamente en los secretos de la casa, era muy firme. Se había propuesto emprender una aventura generosa, á que le inclinaban al mismo tiempo un sentimiento de simpatía, y el deseo inveterado en él, de hacer bien.

Y Amparo me asió las manos, las estrechó contra su boca, y las cubrió de lágrimas. Después salió. Mustafá, que durante esta escena había estado echado sobre la alfombra, se levantó, me miró, movió lentamente la cola, y siguió a la niña. Empecé a sentir una vaga, pero dulce ansiedad: Amparo había causado en una impresión profunda, me había hecho experimentar una sensación desconocida.

Yo obedezco, y aun diré que acato como superior disposición y como Ley americana, la necesidad feliz de partir, al amparo de Santo Domingo, para la guerra de libertad de Cuba.

Poco a poco fue habituándose y adquiriendo destreza. Lo peor era que la afligía la nostalgia de la calle, no acertando a hacerse a la prolija jornada de trabajo sedentario. Para Amparo la calle era la patria, el paraíso terrenal. La calle le brindaba mil distracciones, de balde todas.

Desde la puerta, el primer golpe de vista era singular: aquellos hombres, medio desnudos, color de tabaco, y rebotando como pelotas, semejaban indios cumpliendo alguna ceremonia o rito de sus extraños cultos. A Amparo no se le ocurrió este símil, pero gritó: Jesús.... Parecen monos.

Vamos a tener dentro de un momento al lado personas extrañas; es necesario que delante de ellas no me hables de usted. Aquello era ir de mal en peor. Comprendí que no podía vivir al lado de Amparo sin que muy pronto me olvidase del todo y me convirtiese en su tirano. En el tirano de una víctima resignada.

No, no quiero explicaciones de ningún género, repuso con una precipitación entrecortada Amparo... comprendo... lo comprendo todo. ¿Lo manda él? El lo quiere... porque... No, ni una palabra más, padre Ambrosio: dígale usted que si él quiere... yo también quiero...; pero pronto... pronto por Dios... que yo pare al fin donde Dios quiera que vaya a parar.

He hecho... cuanto he podido... en cambio, ella me ha dado acaso, la salvación de mi alma, porque estaba desesperado... y Amparo ha sido para un amparo de Dios, porque me ha obligado a amarla: porque amándola, he llenado mi corazón con un afecto, y he podido consolarme y esperar con resignación el fin de mi jornada.

No les puedo ocultar a ustedes, que aunque lo sentía por el arte, me alegraba de que Clotilde se casara: la mujer siempre necesita el amparo del hombre. Y lo cierto es, que eran dignos el uno del otro por la figura: Inocencio tenía una presencia muy simpática. En el teatro no se hablaba de otra cosa más que de este matrimonio en ciernes.