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Guardó Amparo silencio durante un momento. Mustafá seguía abalanzándose a la reja y gruñendo. Yo no podía permanecer en la difícil posición en que me encontraba dijo al fin ella me veía expuesta a atrevimientos de todo género.

Pero afortunadamente, continuó Amparo, Mustafá me ha salvado, acometiendo a aquel hombre, y dándome tiempo para escapar; es verdad que el pobre ha sufrido un horrible bastonazo, y que yo he salido del lance herida... ¡Herida! exclamé.

¡La señora Adela! exclamó la muchacha, y se puso con un ardor febril a su interrumpido trabajo, mientras Mustafá gruñía sordamente. Tardó poco en llegar una mujer harapienta, alta, huesosa, como de treinta y cinco a cuarenta años, que fijó en una mirada insolente. ¿Qué quiere este caballero? preguntó con acento de amenaza a la pobre niña.

Acaso había dejado la enseñanza y traspasado el colegio; ¿quién sabe? Volví a subir la escalera y llamé. Se abrió la puerta y... un perro viejo, lanudo, Mustafá, en una palabra, se abalanzó a , loco de alegría, ladrando, ahullando, gruñendo, saltando... había encontrado al fin un amigo... había encontrado a Amparo.

Abrí el balcón, y la vi alejarse por la acera opuesta en paso lento y con la cabeza baja. Mustafá la seguía cabizbajo también. Ella volverá, me dije: y cuando menos, la señora Adela vendrá por su asignación a fin de mes. Había en mi corazón algo que me hacía desear volverla a ver; y sin embargo aquel no qué vago, dulce íntimo, estaba muy lejos de ser amor. Y era más que caridad.

Mustafá se acercó a ella cojeando; se sentó, me miró, y siguió con sus dolientes gruñidos. Sospeché no qué horrible cosa, y me aterré. ¿Pero qué sucede? la pregunté alentando apenas. Sucede, contestó Amparo, mirándome al través de sus lágrimas, que esa infame mujer ha querido hacerme infeliz. No pude contestarla: sentí que toda mi sangre se reconcentraba a mi corazón.

Y Amparo me asió las manos, las estrechó contra su boca, y las cubrió de lágrimas. Después salió. Mustafá, que durante esta escena había estado echado sobre la alfombra, se levantó, me miró, movió lentamente la cola, y siguió a la niña. Empecé a sentir una vaga, pero dulce ansiedad: Amparo había causado en una impresión profunda, me había hecho experimentar una sensación desconocida.

Era, en fin, un verdadero almuerzo español; con el indispensable chocolate. Amparo comía con apetito y sin encogimiento. Mustafá sentado junto a ella gruñía con impaciencia excitado por el olor de los manjares. Puse un plato al leal compañero de Amparo, que me dio las gracias con una sonrisa, y acarició después con su pequeña mano la cabeza del perro que comía con ansia.

Se la había trasladado en un coche, previo dictamen del facultativo, al colegio de que era directora doña Gregoria de... hija de confesión del padre Ambrosio. Me olvidaba decir que Mustafá había ingresado también en el colegio. Di orden a mi administrador general de que pagase a doña Gregoria mil reales mensuales por la pensión de Amparo, y aquel asunto quedó para enteramente concluido.

¡Ah! dijo hablando con él, esta es la primera vez que almorzamos bien, Mustafá. Pues así puedes almorzar, la dije, todos los días. Pintose una expresión de reserva en el semblante de Amparo.