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Actualizado: 4 de julio de 2025
Teníase a gran dicha ser introducido en aquella casa; y por cierto, no había cosa más fácil, porque la dueña era tan amable y tan accesible que recibía a todo el mundo con la misma sonrisa y la misma cordialidad. En lo demás, español como Pelayo y bizarro como el Cid. El general, su hermana la marquesa de Guadalcanal, madre de la condesa, y otras personas estaban jugando al tresillo.
Allá en el Vivero los convidados habían puesto a mal tiempo buena cara, y mientras en el palacio viejo los curas rurales, el Marqués, y algunos otros señores de Vetusta jugaban al tresillo a primera hora y más tarde al monte, que llamaba el clero del campo la santina, en la casa nueva todas las damas y los caballeros que habían querido correr por los prados en la romería, procuraban divertirse como podían y se bailaba, se tocaba el piano, se cantaba y se jugaba al escondite por toda la casa.
¡Huy! ¡Huy! exclamaba Juanita . ¿Está dejado vuecencia de la mano de Dios? Pues sería curioso que entrase a jugar al tute con mi mamá, que aún está despierta con ansia. ¿Cómo puede querer vuecencia, en Jugar de hacer con doña Inés una partida de tresillo, hacerle conmigo una partida serrana? ¡Válgame Santo Domingo, nuestro patrono! Yo no me lo perdonaría.
Era una noche en el Casino, y estaban jugando al tresillo. Castrelo se puso, como de costumbre, a espetar cuentos de caza..., ¡mentira todos! Después de que se hartó, quiso encajar uno descomunal y dijo así muy serio: «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al monte, y entre unas matas oí así... un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito... el ruido seguía, dale que tienes.
Por último, solicitado vivamente por la dulce perspectiva del tresillo, aprovechó una pausa de la doncella para levantarse y decir torciendo un poco las caderas a guisa de saludo: Con permiso de usted, señorita. En cuanto salió de aquella situación angustiosa, su faz sanguínea se dilató y volvió a aparecer en ella la sonrisa de benevolencia universal que le servía de principal ornamento.
Todo aquello era el «gabinete de lectura». Frontero a él, es decir, en el otro extremo del corredor y con luces a la plaza, el gran salón: la mejor pieza del Casino; salón de tertulia, de tresillo, de billar y de café al mismo tiempo, y de baile cuando llegaba el caso.
Componíanse aquéllas, como ya se ha dicho, de un poco de todo lo de éstas, y no era en conjunto tan escaso que no diera para satisfacer los gustos y las aficiones de los tertuliantes. Los había de una tenacidad de hierro para el tresillo, apegados a la mesa como la ostra al peñasco.
En las mesas de tresillo, nadie; en los veladores inmediatos, lo mismo; en el sofá de gutapercha jironeada y en las cuatro butacas contiguas a él, Maravillas y dos «chicos de la redacción», hablando u oyendo leer, muy por lo bajo, a uno de ellos unos papelucos.
Jaime Moro volvió a trincar a Fray Diego y a D. Juan Estrada-Rosa y los arrastró hasta la mesa del tresillo. D. Juan había perdido y se mostraba reacio, pero el simpático mancebo logró convencerle con astucia de que, si no le había dado el naipe por la mañana, era porque él, Moro, nunca había perdido a esa hora. Cuando le venía la mala era por la tarde.
Palabra del Dia
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