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¡Nakú! decía; sacos de pólvora, sacos de pólvora debajo del suelo, en el techo, debajo de la mesa, dentro de los asientos, ¡en todas partes! ¡Fortuna que ninguno de los trabajadores fumaba! Y ¿quién ha puesto esos sacos de pólvora? preguntaba Capitana Loleng, que era valiente y no palidecía como el enamorado Momoy. Momoy había asistido á la boda y se comprende su póstuma emocion.

Dormía hasta bien entrada la tarde, y casi a la hora en que regresaba a los Cuatro Caminos el rebaño de trabajadores, volvía él a Madrid a emprender su vida dura de pájaro indefenso, falto de pico y de garras, que revolotea en un bosque de hojas impresas, sin más alimento que las escasas migajas olvidadas por otros.

Era el primer trabajo colectivo que obligaba a reunirse en el mismo sitio numerosos grupos de trabajadores. Estaba yo presente cuando se guadañaban los prados, cuando se hacinaba el heno, y gozaba dejándome llevar sobre alguna carreta que regresaba al poblado.

Con los mozos de cuerda y trabajadores formose un regimiento de artillería, y como eligieran para decorarse el morado, el rojo y el verde, en episcopal combinación, fueron llamados los <i>obispos</i>, y no hubo quien les quitara el nombre durante todo el transcurso de la guerra.

Los trabajadores carlistas dudaban; tenía entre ellos amigos el Magistral, pero si le respetaban por sacerdote, le temían por rico... y sospechaban algo. De lo que no hablaba la multitud era del asunto de las faldas. Allá cuando la Revolución, se había dicho si tenía o no tenía don Fermín aventuras en los barrios bajos; pero ya nadie se acordaba por allí de tales cuentos.

De vez en cuando miraban al revolucionario con ojos insolentes. «¡Un tío embustero, como todos los que se presentaban en busca de los trabajadores! Los que habían seguido sus doctrinas pudrían tierra en el cementerio, y él estaba allí... Menos sermones y más trigo...» Ellos eran listos, habían visto lo suficiente para enterarse y estaban con el que daba.

Ya sabes que no riño por cuestiones de dinero. ¿Que piden los trabajadores unos céntimos más de jornal o un nuevo rato de descanso para echar otro cigarro? Pues si puedo, lo doy, ya que gracias al Señor, que tanto me protege, lo que menos me falta es dinero. Yo no soy como esos otros amos que viviendo en perpetuo ahogo regatean el sudor del pobre. ¡Caridad, mucha caridad!

Enumeraban los regalos del contratista Pirovani, tan regateador y duro para los trabajadores. Todos los días de tren le llegaban á la marquesa paquetes de Buenos Aires ó Bahía Blanca, pagados por el italiano. Además, un carro con tonel no hacía otro trabajo que llevar agua del río á la casa. Aquella señorona necesitaba bañarse cada veinticuatro horas. Eso no es natural.

Algunas veces, aburrido de su silencio, llamaba al capataz que iba de una colina a otra vigilando el trabajo. El señor Fermín poníase en cuclillas ante él, y hablaban de la huelga, de las noticias que llegaban de Jerez. El capataz no ocultaba su pesimismo. La resistencia de los trabajadores era cada vez mayor.

Los trabajadores europeos le miraron con curiosidad, repitiendo su nombre, y las mestizas fueron hacia él, sonriendo como esclavas. Manos Duras acogió este recibimiento con cierta altivez. Una de las mujeres se apresuró á ofrecerle un asiento de honor, y trajo otro cráneo de caballo. Se acomodó el terrible gaucho en él, teniendo en torno á los demás parroquianos sentados en el suelo.