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Actualizado: 18 de junio de 2025


El talabartero casi bajó en brazos a su cuñado, monopolizándolo, gritando y manoteando en nombre de la familia para que nadie lo tocase, como si fuese un enfermo. Aquí lo tienes, Encarnación dijo empujándolo hacia su mujer . ¡Ni el propio Roger de Flor!

Pero al ver que el talabartero, que le inspiraba una irresistible aversión, se unía a estas burlas, perdió la calma. ¿Quién era aquel hambrón, que vivía colgado de su maestro, para discutir con él?... Y repeliendo toda continencia, sin reparar en la madre y la esposa del matador, y en Encarnación, que, imitando a su marido, fruncía el bigotudo labio y miraba despectivamente al banderillero, éste se lanzó cuesta abajo en la exposición de sus ideas, con el mismo fervor que cuando discutía en el comité.

Además, los niños del talabartero, aquellos sobrinos que suplían cerca de ella el vacío de la infecundidad, necesitaban para su salud el aire del campo. Vivía en su casa de la ciudad, sin otra compañía que la de Garabato, llevando una existencia de soltero, que le permitía completa libertad en las relaciones con doña Sol. Creía aquella época la mejor de su vida.

El talabartero, olvidando su enfado con el espada, admiraba a éste, más que por sus éxitos toreros, por sus valiosas relaciones de amistad. Tenía puesto el ojo hacía tiempo a cierto empleo, y no dudaba de conseguirlo ahora que su cuñado era amigo de lo mejor de Sevilla. Enséñales la sortija. Mia, Encarnación, qué regalito. ¡Ni er propio Roger de Flor!

¿Han visto ustés? gritaba escandalizado el talabartero en lo que él llamaba el «seno del hogar», o sea ante su mujer y su suegra . ¡Una novia, sin decir palabra a la familia, que es lo único verdadero que existe en el mundo! El señó quiere casarse. Sin duda está cansao de nosotros... ¡Qué sinvergüenza!

Traía a la casa todos los domingos a los dos ahijados, con sus mejores ropitas, para que besasen la mano a los padrinos, y el talabartero palidecía de indignación cada vez que los hijos del Nacional recibían un regalo. Venían a robar a los suyos.

En una contrabarrera pavoneábase orgulloso el marido de Encarnación, la hermana del diestro, un talabartero con tienda abierta, hombre sesudo, enemigo de la vagancia, que se había casado con la cigarrera prendado de sus gracias, pero con la expresa condición de no tratar al «maleta» de su hermano.

Metido a todas horas en la casa, su auxilio era de gran valía para Gallardo. El solo bastábase para aplacar a las mujeres, aturdiéndolas con su charla continua. El torero no le regateaba su gratitud. Había dejado la tienda de talabartero porque los negocios iban mal, y aguardaba un empleo de su cuñado.

¡Vaya por Dió! dijo con resignación el talabartero . Nos quearemos, aunque no qué pintamos aquí frente a las caballerisas. Desde el día anterior que el marido de Encarnación iba tras de su cuñada, sufriendo los sobresaltos y lágrimas de una nerviosidad excitada por el miedo. El sábado a mediodía, Carmen le había hablado en el despacho del maestro. ¡Se marchaba a Madrid!

Abrió D.ª Gregoria la puerta, y penetraron en ordenada falange como una docena de personas de uno y otro sexo, y de diferentes edades y fachas, las cuales personas eran los vecinos más adictos al Gran Capitán, y además entusiastas creyentes de sus noticias, por lo cual acudían todas las mañanas cuando aquél regresaba de la oficina, con el anhelo de saciar en la fuente más pura y cristalina la ardorosa curiosidad que entonces devoraba a los habitantes de Madrid. ¿Debo detenerme en enumerar a tan dignas personas? ¿Para qué, si el lector no necesita conocer al lañador, ni al talabartero, ni tampoco a D. Roque, el arruinado comerciante, ni al Sr. de Cuervatón, ni menos a las niñas de la bordadora en fino?

Palabra del Dia

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