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Se conoce que es afición de familia. Lo que debiera hacer el Sr. Fernández dijo el lañador es irse a cualquiera de esos ejércitos, donde sin duda se había de lucir, y quién sabe si nos le harían general de la noche a la mañana. Yo no sirvo para nada contestó el Gran Capitán . Yo tuve mi época, y ahora que trabajen otros como trabajamos los de entonces. ¡Aquellas que eran guerras, señores!

A las niñas del lañador y a D.ª Melchora, la que borda en fino, les puede trastornar el seso este caballero contándoles esas batallas fabulosas de prusianos y rusos, con lo de que si el Emperador fué por aquí o vino por allí. Hombres como yo no se tragan bolas tan terribles, ni ha estado uno veinte años mordiendo el cartucho y peinando los rizos del Sr.

Abrió D.ª Gregoria la puerta, y penetraron en ordenada falange como una docena de personas de uno y otro sexo, y de diferentes edades y fachas, las cuales personas eran los vecinos más adictos al Gran Capitán, y además entusiastas creyentes de sus noticias, por lo cual acudían todas las mañanas cuando aquél regresaba de la oficina, con el anhelo de saciar en la fuente más pura y cristalina la ardorosa curiosidad que entonces devoraba a los habitantes de Madrid. ¿Debo detenerme en enumerar a tan dignas personas? ¿Para qué, si el lector no necesita conocer al lañador, ni al talabartero, ni tampoco a D. Roque, el arruinado comerciante, ni al Sr. de Cuervatón, ni menos a las niñas de la bordadora en fino?

Bien. ¿Está usted dispuesta a ponerse bajo mi dirección y a hacer todo lo que yo le mande? propuso el cura con la hinchazón de vanidad que le daba aquel papel sublime de lañador de almas cascadas. señor. ¿Y cómo estamos de doctrina cristiana? Dijo esto con un tonillo de superioridad impertinente, lo mismo que dicen algunos médicos: «a ver la lengua».

Aquella buena mujer que pared por medio de la Sanguijuelera vivía, tenía por consorte a un rico mercader americano. Modesto Rico tenía un tingladillo de clavos usados, espuelas rotas, hebillas, cerraduras mohosas, jaulas de loros, abolladas alambreras y tinteros de cobre. Era además lañador y lañaba de lo lindo. Ganaba poco, y este poco se lo quitaba su afición a la horchata de cepas.

Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto número 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que usted decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Austrias en la batalla de Pirrinclum, o no qué..., pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua... Esta mañana, cuando usted entró de la calle, la comadre del número 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán.