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, era ella, que le había reconocido el día anterior mucho antes de que él la mirase, formando inmediatamente el propósito de venir en busca suya. Podía pegarle, como la última vez que se vieron; estaba dispuesta á sufrirlo todo... ¡pero con él! Sálvame, Ulises; llévame contigo... Te lo pido más angustiosamente que en Barcelona. ¿Cómo estás aquí?...

¿Lo ve usted? exclamó la buena señora, volviendo el rostro lleno de dulce condescendencia hacia Mario. ¡Cuando yo lo decía!... Bien, hija mía, bien; yo se lo diré... Para será el desaire si lo hay. Prefiero sufrirlo yo todo. Y para que vean ustedes adónde llega mi complacencia, ahora mismo se lo voy a decir; ahora que está solo en su cuarto... ¡Ea, valor!

Ante un cuadro tan espantable, desapareció al momento la afrenta que había recibido y se la perdonó de todo corazón. «Después de todo, se decía, yo no tengo ningún derecho sobre ella. Si se ha enamorado de otro, debo sufrirlo con resignación como una desgracia. Sólo un corazón pequeño es capaz de hacer lo que yo hice.

Repito a usted que no se me ha pasado por la imaginación nada semejante a eso... Y me sorprende que usted haga a su sobrina también la ofensa de creer que pueda sufrirlo... Es una broma, señor, no se ofenda... Como no teníamos de qué platicar, se me ocurrieron estas niñerías por pasar el rato.

Es cierto que el bueno del Leonés pareció a Miranda hombre de tediosa compañía, en todo vulgar e infeliz, corto de alcances, con sus ribetes de mentecato, pero hubo de sufrirlo, y aun de acomodarse a las ideas del viejo, tanto que éste llegó a no poder tomar café ni leer El Progreso Nacional, órgano de Colmenar, sin la salsa de los sabrosos comentarios que Miranda hacía a cada fondo, a cada suelto y gacetilla.

Sin querer oír más, la muchacha declaró que no sólo repugnaba casarse con semejante bestia, sino que iba a echarlo de casa volando: no era cosa de tener que atrancar la puerta cada vez que se vistiese. No y no: antes prefería que la aspasen viva que sufrirlo allí a todas horas.

Por no sufrirlo y por el amor que profesaba a Lancia renunció al empleo y vino a habitar de nuevo el churrigueresco palacio en que nos hallamos. La soberbia, o por ventura su carácter excéntrico, le hicieron cometer, en este período de su vida de mayorazgo solterón, mil extravagancias y ridiculeces que asombraron y fueron el regocijo de la ciudad mientras no llegó a acostumbrarse.

Poco a poco, a medida que marchaba por el campo, esta idea fue adquiriendo relieve. Y según se precisaba, le roía el corazón, se lo llenaba de despecho y de cólera. ¿Por qué? ¿No conocía perfectamente sus relaciones adúlteras? Pues, con todo, le causaba viva irritación, le parecía que no debía sufrirlo, que tenía derecho a impedir que se juntasen. Sin darse cuenta de lo que hacía apretó el paso.

Miguel, a quien todo aquello cogía de nuevas, y que adoraba a su hermana, no podía sufrirlo con calma: cada vez que le tocaba ser testigo de una de estas escenas, padecía horriblemente y le costaba esfuerzos desesperados el reprimir sus ímpetus y no hacer a la brigadiera alguna áspera advertencia.

En este punto se detuvo la hermosa indiana, y dijo a Miguel de Cervantes: Perdonadme, señor mío, si aquí suspendo la relación de las desdichas de mi familia, que con mis propias desdichas se han continuado, que el corazón me va doliendo, más de lo que resistir al dolor puedo, al recordarlas, y harto tiempo tenemos para que yo fin y remate al cuento de mis desventuras; y porque estoy más de lo que puedo sufrirlo fatigada, y de todo punto me es necesario el reposo, yo os ruego me deis licencia para llamar a mi doncella Florela, a fin de que os lleve adonde podáis acabar de pasar la noche seguro, que mañana sabremos lo que haya de vuestro negocio, y si estáis en peligro o no lo estáis, y lo que en todo caso haya necesidad de hacer.