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Actualizado: 2 de junio de 2025


¡Ea! adiós, querida mía dijo Raúl separándose suavemente. ¿Adiós? No, hasta la vista. ¡Qué purista eres! Dale un beso, Raúl... Por supuesto; más bien dos que uno. El joven rozó con su rubio bigote la frente sonrosada del niño. Ahora a la mamá, dijo. Juana se acercó a él y dijo estremeciéndose. ¿Volverás? Sin duda... ¿No me olvidarás? ¡Qué tontería!

En medio de este rayo de luz estaba una mujer erguida, esbelta, sonrosada, vestida con un hermoso traje de soirée, las nacaradas espaldas surgiendo de entre nubes de blondas, y el pecho y la cabeza deslumbrantes con el centelleo de las joyas. Luis retrocedió asombrado, protestando de la farsa. ¿Aquella era la enferma? ¿Le habían llamado para insultarle?

Después de un corto silencio, añadió, con el deseo de consolar a su hermano: Pero Sagrario, mi sobrina, estará hecha una hermosura. La última vez que la vi parecía una reina, con su moño rubio y aquella carita sonrosada, de vello dorado, como un albaricoque de los cigarrales. ¿Se casó con el cadete o está con tigo? El Vara de palo puso el gesto más sombrío y miró a su hermano torvamente.

De repente se detuvo la peonza humana, con brusco movimiento, y se oyó un grito gutural. Ana se aplanó en el suelo. Al ir a socorrerla, notó Amparo que ya no estaba sonrosada, sino del color de la cera, y que se le veía el blanco de los ojos. Baltasar subió precipitadamente el cubo del pozo, y casi colmado se lo volcó encima a la mareada Comadreja.

Toda la fuerza de su vida se había concentrado en la cabeza, enorme, de nobles líneas, sonrosada en la cúspide, entre los blancos mechones echados atrás. Su cara pálida tenía esa transparencia de cera de una vejez sana y vigorosa, a la que añadían nueva majestad las barbas plateadas, brillantes, luminosas como las que el arte da siempre al Todopoderoso.

Regresó reanimada, sólo por haber respirado el olor de las encinas calentadas por un sol claro. Entró en el castillo desconocida, casi sonrosada, conmovida por un escalofrío febril, pero de buen augurio que no era más que el efecto del retorno activo de la sangre en sus venas empobrecidas.

Abarcó con una mirada de ogro el café con leche, el abundante pan y la escasa mantequilla que le trajo el camarero. ¡Poca cosa para él!... Y cuando atacaba todo esto con avidez, se abrió la puerta y entró Freya, sonrosada, fresca por un baño reciente y vestida de hombre. La túnica indostánica había sido reemplazada por un pijama masculino de seda violeta.

Su corpulencia era pesadez; su gordura hinchazón; su cara sonrosada de otros días, una máscara violácea y amarillenta que parecía llena de contusiones. La nariz colgante casi le tocaba a la boca, y en el pelo negro, como ala de cuervo, aparecían y se propagaban las canas rápidamente. Los negocios de Estado, en aquellos días más graves y espinosos que nunca, le aburrían 13 y le preocupaban.

Aunque más agitada, no dejaba de ser dulce y sabrosa la que llevaba el capellán D. Lesmes. Rasurado con primor, más bien delgado que grueso, de tez sonrosada, nariz aguileña, ojos pequeños y vivos y no poco pícaros, de cuarenta años de edad. No tenía más órdenes que la prima tonsura impuesta para que pudiese disfrutar las pingües rentas de una capellanía de familia.

Y créete que lo poco que hice tiene mérito, porque en es un sacrificio cualquier niñería de este género, mientras que en esa señora no lo es, por estar muy acostumbrada a revolverse entre enfermos y difuntos, como las hermanas de la caridad. Habías de verla. Y siempre con su carita tan sonrosada, y aquel pasito ligero y vivaracho.

Palabra del Dia

irrascible

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