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¡Era Doña María la madre de los pobres! ¡Nunca hubo puerta de más caridad! ¡Dios Nuestro Señor la llamó para y la tiene en el Cielo, al lado de la Virgen Santísima! ¡Era la madre de los pobres! ¿Por qué no camináis en silencio? ¡Era mi madre también, era todo cuanto tenía en el mundo, y no lloro! La voz del viejo linajudo, desmintiendo sus palabras, se rompe en un sollozo.

Vámonos dijo Paz de pronto, con la voz ahogada por un sollozo; y dirigiéndose de nuevo hacia arriba, tomó la vuelta a San Isidro. Al entrar en la calle del Cuervo, vio a Tirso parado ante el escaparate de una cerería: iba de paisano, y sólo le reconoció al escuchar su voz. Estaba seguro la dijo tristemente de que vendría Vd. ¡Era verdad! No había Vd. mentido. Adiós, señorita.

La conversación continuó así, con un lujo de detalles de esa avaricia campesina tan repugnante, y cuando llegaron a un arreglo definitivo, doña Celestina gritó a sus hijas: ¡Que venga la Shele! Vino la Shele, pálida, con los ojos bajos y las ojeras moradas. Hemos quedado de acuerdo en que te casarás con este joven. Bueno, señora contestó ella, con una voz débil como un sollozo. ¿No dices nada?

Los ojitos de Buby rebosaron entonces admiración profunda, y con la voz empañada por las lágrimas y trémulo el pechito por el temblor de un sollozo, preguntó: ¿Y por qué soy yo Rey, y tengo de todo, y ellos son pobres y no tienen de nada?

Llegó asimismo a los oídos de los tertulios el eco de un sollozo. Por último, al cabo de buen rato se presentó de nuevo Carmelita, arrastrando los pies todavía más que su hermana, con los ojos resplandecientes de autoridad y el ademán majestuoso que conviene a los que necesitan dictar leyes a los seres que la Providencia les ha confiado.

Cuando estés al pie de la escalera, espera un poco y luego haz como si hubieras olvidado algo, y entonces... entonces... No pude decir más, pues oía resonar en con demasiada violencia, ya como un sollozo, ya como un grito de alegría, estas palabras: «¡Te ha tenido en sus brazos

Ahogó un sollozo y huyó a su habitación, a llorar, tan pequeña en el amplio y largo corredor, que parecía una niñita. El doctor la siguió con la vista, consultó de nuevo su reloj y, sacudiendo la cabeza, se dirigió a sus habitaciones. El día siguiente fue gris, y, aunque no llovió, hizo mucho frío. El invierno se echaba encima. El barro no tardó en secarse.

El silencio pesa sobre ellos. ¡Y qué silencio!... A lo lejos suena el timbal... El agua muge... Los dos se miran entonces pálidos como la muerte. Y ella se pone a lanzar gritos penetrantes: ¡Jesús! ¡Jesús! Su voz suena en medio de la noche. Con un gemido violento él se oculta el rostro entre las manos. Un sollozo sin lágrimas sacude todo su cuerpo.

Cuando entraron en el agujero del túnel que conducía al bosquecillo de pinos, perdió enteramente de vista a su amiga y hasta dejó de escuchar el ruido de sus botitas por el suelo. Al hallarse en medio de la cueva, sumido en las tinieblas, creyó oír muy confusamente el eco de un sollozo y sintió aún más oprimido su corazón. Después de salir a la luz, empezó a encontrarse mejor.

Al poner el pie en él creyó percibir un sollozo ahogado, que la llenó de sorpresa y temor. Derramó la vista por todo el ámbito y percibió, allá en el fondo, a una señora tumbada en el sofá, ocultando el rostro con el pañuelo, en actitud de llorar. Acercóse, y por el traje la conoció en seguida. Era Irenita. ¡Irenita! Hija mía, ¿qué tienes? exclamó inclinándose sobre ella con solicitud.